Rusia

¿Quién recuerda la bandera rusa de la paz?

A espaldas de todo, devorados por el leviatán de la guerra, en estas horas seguimos perdiendo referentes que, en tiempos sin armas, servirían de punto de encuentro y reflexión

La guerra es el peor de nuestros fracasos. No solo nos arroja unos contra otros en una espiral de muertes inaceptables, sino que mata a su paso la tierra de la que nos alimentamos y pulveriza nuestra cultura. Hace casi cien años un pintor y aventurero ruso llamado Nicolás Roerich decidió combatir este drama. Él, que había vendido cuadros al zar Nicolás y que llegaría a estar nominado al Premio Nobel de la Paz, estaba horrorizado por el rumbo de su siglo e intuyó que solo una espiritualidad bien entendida, universal y amplia, sumada al respeto y preservación de la cultura en todas sus formas, podría un día convencernos del sinsentido de la guerra.

Roerich fue un artista singular. Salpicaba sus lienzos de cielos rojos, nubes negras y montañas de perfiles geométricas en las que se adivinaban rostros y mensajes ocultos, casi proféticos. En los años veinte, tras una expedición a las cumbres más altas de Asia, dijo haber tenido la oportunidad de conectar con una serie de grandes maestros que le hablaron de un paraíso al norte del Tíbet, Shambhala («lugar de paz, tranquilidad y felicidad»), desde donde periódicamente enviaban emisarios secretos para intentar elevar la conciencia del género humano e impedir su autodestrucción. La utopía –pues eso debía de ser– caló hondo en ciertas élites. Roerich y su mujer Helena, quien más tarde introduciría el «Agni Yoga» o yoga del fuego en occidente, hablaban con pasión de sus contactos con esos emisarios. Sus palabras eran recogidas a menudo por la prensa y la existencia de un «reino de paz» secreto llegó incluso a inspirar el Shangri-Lá de la novela de James Hilton, Horizontes perdidos (1933).

No fueron tiempos fáciles. Ninguno lo es. Pero aquel Roerich tan ruso, tan excéntrico, llegó a recorrer el mundo y consiguió que el presidente de los Estados Unidos, Franklin D. Roosevelt, firmara en el Despacho Oval un acuerdo por el que la Sociedad de Naciones y más de veinte repúblicas americanas se comprometían a preservar, en tiempos de conflicto, toda institución cultural y científica, todo patrimonio o herencia histórica. En ese acuerdo, que llamaron «el Pacto Roerich», se anteponía la defensa de los bienes culturales a los militares y se acordaba la adopción de una bandera, un símbolo, que subrayase el acuerdo: un círculo con tres esferas dentro, en representación del cerco que debíamos poner a nuestras creaciones más sublimes.

Su bandera de la paz impresionó al mundo. Aunque hoy parece olvidada, Roosevelt vio en su adopción algo de una «profunda significación espiritual». Firmado el 15 de abril de 1935, el Pacto Roerich fue el primer tratado internacional rubricado en el Despacho Oval y el empuje definitivo para que aquella administración –con Roosevelt y su vicepresidente Henry Wallace a la cabeza– trabajara como nunca antes (y después) en el establecimiento de puentes con Rusia y China, territorios en los que se escondían aquellos evanescentes rishis de Shambhala.

En 1935 no existía aún la UNESCO. La conciencia de proteger la cultura cuando ya no se sabía cómo salvar vidas humanas no había calado ni siquiera tras el desastre de la Gran Guerra. Roerich se dio cuenta de que todo conflicto bélico se libra siempre por el control de la cultura y que perderla significaba dilapidar lo que nos hace civilizados.

Hace solo una semana, en el cuarto día de la invasión de Ucrania, Rusia destruyó el Museo de Historia de Ivankin, a 30 kilómetros de Kiev. Ardieron veinticinco obras de su pintora más reconocida, María Prymachenko (1909-1997), autora de varios centenares de lienzos naïf que impresionaron al mismísimo Picasso. Un día después, otras bombas cayeron en la Ópera, la Filarmónica e incluso en la catedral ortodoxa de Járkov, al tiempo que la embajada de Ucrania ante la Santa Sede solicitaba a Rusia que respetara la de Santa Sofía de Kiev, joya del siglo XI. Los responsables de museos tan vulnerables como el nacional de Historia, en cuyas salas hay piezas sobre el conflicto del Donbás y recuerdos de un pasado que no complace al régimen de Putin, llevan días tratando de esconder su patrimonio y ponerse a salvo de represalias que se dan por seguras. Es improbable que nadie evoque a Roerich y su pacto por la paz para salvarlo, y mucho menos que en Moscú se recuerde al compatriota que marcó internacionalmente las líneas rojas que deberían protegerlo.

A espaldas de todo, devorados por el leviatán de la guerra, en estas horas seguimos perdiendo referentes que, en tiempos sin armas, servirían de punto de encuentro y reflexión. Las obras destruidas de Prymachenko hablaban de lugares tan comunes, tan inocentes, como la naturaleza, el arte antiguo, nuestros orígenes en el paleolítico o la mitología. En peligro de desaparición están también un retrato de la infanta Margarita de Velázquez del Museo de Arte de Kiev, así como obras de Zurbarán, Coello, Goya, Rubens o Van Eyck. Cada una de ellas nos recuerda que nuestras capacidades van mucho más allá de empuñar un arma. Cada una es, en definitiva, un memento de lo que Roosevelt intuyó al firmar el Pacto Roerich que ahora Putin ignora: que somos criaturas con espíritu. Unas a las que, en este aciago tránsito, parece que ni los rishis de Shambhala son capaces de hacer entrar en razón.

Javier Sierra es Premio Planeta de novela y Socio de Honor de la Asociación Española de Pintores y Escultores (AEPE).