Sindicatos

Verticalitis

La experiencia demuestra que la seriedad y utilidad de un sindicato exigen independencia política, fidelidad a su fin genuino y centrarse en la función que es su razón de ser

Sorprende ver a los sindicatos en ciertas manifestaciones o concentraciones. Para no dispersarme me limito al mes de marzo. En este mes hemos visto una manifestación en Barcelona en defensa de la inmersión lingüística y contra de la garantía del 25% de enseñanza en español, luego contra las sentencias que ordenan cumplir con esa garantía. Me pregunto qué pintan los sindicatos apoyando esas iniciativas, máxime cuando la exigencia constitucional de conocer el español y que sea lengua vehicular en la enseñanza no hace peligrar puestos de maestros; y máxime también cuando los hijos de la clase trabajadora serán los perjudicados por una enseñanza deficiente, no los hijos de las élites políticas o económicas catalanas.

Sigo con este mes de marzo y me pregunto qué pintaban los sindicatos en las manifestaciones del 8 de marzo. Una cosa es defender que no sea discriminada laboralmente la mujer por serlo, y por ser madre, y otra bien distinta tomar partido por un concreto modelo dentro de las ideologías feministas: que si el feminismo es queer o el tradicional, hoy abolicionista: ¿es que en esas batallitas está en juego el futuro de los trabajadores? O ahí tenemos –también sin salir de marzo– su rechazo a la invasión de Ucrania, pero dejando bien claro que la OTAN es la mala. Y para concluir con este repaso al mes de marzo, llega el veredicto social: los sindicatos convocan concentraciones contra el precio de la energía, los combustibles, ¡para que no bajen los impuestos! o en favor de agricultores, ganaderos, etc. y pasa lo que pasa: que el seguimiento es ridículo. Aquejados de esa patología típicamente sindical que es la verticalitis, es el pago que reciben por su descrédito.

De antiguo tengo aprendido que la función de los sindicatos es la defensa y promoción de los intereses económicos y sociales que les son propios, es decir, de los trabajadores. Lo dice la Constitución. Admito que constitucionalizar como fin velar por los «intereses sociales» viene a ser una suerte de cajón de sastre en el que cabe el más variado género reivindicativo, lo que hace pensar a los sindicatos que tienen licencia para ser el perejil en todo conflicto o lucha reivindicativa. Pero por la seriedad y credibilidad del movimiento sindical, sostengo que ese abanico de intereses debe referirse a los real y exclusivamente laborales, salvo que se busquen coartadas reivindicativas para justificarse.

Quizás esa vocación de perejil radique en que, dentro de la tipología sindical, los grandes sindicatos han asumido una vocación de sindicalismo de oposición, político, de clase e ideologizados. A esto se une su vinculación a un partido, constituirse en su brazo sindical como sindicato de referencia, siendo ambos las dos caras de la misma moneda. El problema surge cuando el partido hermano, al que tanto han apoyado, gobierna y desarrolla políticas contrarias a los trabajadores. Con ese hermanamiento corren el peligro de perder toda su credibilidad.

Para mantener las apariencias en esa incómoda situación puede que protagonicen iniciativas contra su hermano gobernante, pero quedarán en apariencias o en movilizaciones muy medidas y sin pasarse de la raya, porque ya sabemos qué ocurre cuando esa raya se traspasa. Fue paradigmático el caso de la UGT enfrentada al gobierno socialista que entre 1988 y 1994 le «propinó» hasta tres huelgas generales, en especial la primera, más desplantes sonoros varios. Esa desvinculación pasó factura su líder, sin que fuese ajeno a su osadía que aflorase el escándalo de la cooperativa de viviendas PSV.

La experiencia demuestra que la seriedad y utilidad de un sindicato exigen independencia política, fidelidad a su fin genuino y centrarse en la función que es su razón de ser. Zapatero a tus zapatos. Porque por mucha estructura federal y por sectores que se tenga, su credibilidad dependerá de si es útil para el trabajador y la perderá si acaba siendo un fin en sí mismo, una superestructura burocratizada, colonizada por unos dirigentes bien colocados, subvencionados y pagados, meros gestores de intereses personales. Cuando eso ocurre el sindicalismo degenerativo se une a otras degeneraciones –la de partidos e instituciones– y se va engrosando un panorama alarmante: el de un sistema democrático prematuramente ajado.

Y acabo hablando de lo mío. Los jueces no podemos sindicarnos, sí constituir asociaciones profesionales, pero que sólo así podamos defender nuestros intereses –profesionales– no evita el peligro de caer en la misma patología, la verticalitis sindical. Ese riesgo está ahí, máxime cuando por la pluralidad asociativa sea ya tópico emparejarnos políticamente: a una asociación «conservadora», con la derecha; otra a la que se atribuye el título de «moderada», con el centro; y a la, por todos, denominada progresista, con la izquierda. En los dos primeros casos es pura ficción, pero la progresista sí que hace gala de hermanamiento ideológico, sin que parezca preocuparle mucho el descrédito de su parentela sindical.