Francia

Marmotas francesas

Le Pen lo tiene muy difícil. Los franceses, en particular funcionarios y pensionistas, no gustan de las aventuras

Emmanuel Macron y Marine Le Pen… Cinco años más tarde, los dos mismos nombres van a disputarse la Presidencia de la República Francesa, como si nos enfrentáramos al día de la marmota francesa… No es así, claro está, y la repetición de los protagonistas no disimula los cambios. Macron fue la gran sorpresa de entonces: un joven tecnócrata, sin partido propio, que comprendió el agotamiento al que habían llegado los partidos tradicionales de la Quinta República y ofrecía una alternativa atractiva. Al mismo tiempo gaullista –e incluso un poco populista– por lo que tenía de personal: la de un hombre que se alza como representante de todos (algo que vuelve a aparecer en el eslogan de la actual campaña), como superación de la izquierda y la derecha, y al frente de un movimiento, algo flexible y abierto, sin intereses ni rigideces. Lejos de la figura gigantesca de de Gaulle, Macron venía a ofrecer, a cambio, una cierta garantía de eficacia, anhelada por una sociedad cansada de la inoperancia de los políticos: menos política y más resolución. Por si todo esto fuera poco, Macron se presentaba como el hombre que iba a restaurar la grandeza de Francia y «al mismo tiempo» –es la expresión capital del «macronismo»– la llevaría a liderar una Europa a la altura de Estados Unidos y China. El nuevo presidente tenía una oportunidad extraordinaria para modernizar y refundar la República.

Cinco años después, las cosas son bien distintas. Apenas si la política exterior ha devuelto a Macron algún lustre, y eso gracias a la Guerra de Ucrania que además ha perjudicado a Le Pen y a Zemmour. La misma guerra ha demostrado que a Francia, que se ha retirado de Mali como nosotros nos hemos quitado de encima el Sahara, le viene grande el papel de interlocutor y mediador que Macron ha querido jugar. Por lo demás, el balance no es demasiado positivo. Las reformas anunciadas fueron abandonadas e Incluso en algo tan crucial como es la cuestión social, los resultados aparecen opacos, ininteligibles. El macronismo no comprendió el estado de ánimo de la sociedad francesa y lanzó iniciativas que suscitaron reacciones, como los «chalecos amarillos», que le han perseguido desde entonces. A falta de consultar directamente a la opinión pública, propició complicados debates. Pues bien, hoy Macron no cuenta con el voto de los jóvenes, que prefieren a la izquierda o a Le Pen. Y los productivos, entre los 35 y los 60 años, optan por esta última.

Incumplida la promesa de cambio, Macron vuelve a los eslóganes de antaño. Pero lo hace no contra los partidos tradicionales y caducos, que han desaparecido, sino contra una derecha renovada y crecida, en parte por su acción. Su mejor arma es el latiguillo de la «extrema derecha» tan bien conocido aquí. Así transforma lo que es un plebiscito sobre él mismo en otro sobre la derecha. Le Pen lo tiene muy difícil. Los franceses, en particular funcionarios y pensionistas que forman el gran respaldo electoral de quien vino a cambiar el país, no gustan de las aventuras. Pero si consigue devolver el golpe y plantea la segunda vuelta como lo que es, un plebiscito sobre la fallida Presidencia jupiterino-tecnocrática de su adversario, tal vez Le Pen logre el voto de parte del «pueblo de izquierdas» y, quién sabe, encaramarse al Elíseo.