Semana Santa
¡Gracias a Dios por su amor!
En la cruz, Jesucristo abre la esperanza para todos los hombres, al revelarnos, desde su propia condición de Hijo único, el corazón de Dios como Padre querido, que no deja al Hijo en el abismo
En el pasaje del Evangelio de la tempestad calmada (Mc. 4, 35-41) se nos dice que «los vientos eran contrarios». Lo mismo podríamos decir hoy en medio de la tempestad universal en que nos encontramos: la persistente pandemia del Covid, la guerra de Ucrania…; me refiero también a esos otros vientos contrarios al mundo, a la humanidad, a la Iglesia: son los vientos contrarios del odio, del desamor, de la mentira, del dominio del hombre sobre el hombre de nuestro mundo, de la falta de fe. Ante estos vientos nos interrogamos: «¿Habrá una salvación para el hombre?», es decir, ¿habrá salud verdadera y vigorosa para no sucumbir a las enfermedades de nuestra historia como es la carencia de verdad y de amor, la enfermedad del relativismo circundante que nos corroe, y de la fuerza de poderes que tratan de servirse a sí mismos y de anteponer sus propios intereses en lugar de servir a todos sin excluir a nadie, o de una quiebra moral que la debilita por completo y la conduce al estado grave de la quiebra del hombre?
¿Qué esperanza de salud, de salvación ante el triste espectáculo de violencias y crueldades inauditas que pretenden situar a individuos y a poblaciones al borde mismo del abismo? ¿Cómo puede suceder que en nuestro siglo, siglo de la ciencia y de la técnica, capaz de penetrar los misterios del espacio, podamos considerarnos testigos impotentes de horripilantes violaciones de la dignidad humana?
«¿No depende quizás, se preguntaba el Papa San Juan Pablo II, del hecho de que la cultura moderna va siguiendo en gran medida, el espejismo de un humanismo sin Dios, y presume afirmar los derechos del hombre, olvidando, más aún, a veces, conculcando los derechos de Dios», olvidándose de la verdad del hombre, inseparable de Dios? El Dios que se nos ha revelado y dado en Jesucristo, ante el que quedaron admirados y asombrados los apóstoles, porque nos reflejaba a Dios que es amor, y era el sí total al hombre, apuesta por el hombre. Este mismo Jesús, crucificado, ha traído la salud a la humanidad entera y nos dice que vayamos a Él, que vayamos a Dios.
No me cansaré de repetirlo siempre, a tiempo y a destiempo. ¡Es hora de volver a Dios! ¡Sí, amigos, el mundo tiene necesidad de Dios, de Jesucristo con frecuencia tan poco creído y adorado, tan poco amado y obedecido... «Él es la esperanza del hombre y el fundamento de su auténtica dignidad» (Ángelus, 7, 3,93). Él es la salvación que el hombre anda buscando. Es a Él a quien busca todo hombre; también el de nuestro tiempo. Aunque no lo sepa o lo busque por caminos errados, o le confunda con un fantasma, con una idea o una imaginación alienante, extraviado por sus confusos deseos.
¿Dónde encontrar a Dios? ¿Dónde encontrar su salvación, la salvación de todos los hombres? Dios nos encuentra y le encontramos en su Hijo amado, Jesucristo, nuestro hermano, compañero y amigo, nuestro Señor. Lo tenemos ahí en los que sirven y no se sirven de nadie. En las familias que están acogiendo a los refugiados que tienen que abandonar Ucrania, en los que rezan ante las clínicas abortistas y se les prohíbe, sin embargo, rezar ahí conculcando el inalienable derecho de libertad religiosa en una legislación inicua aprobada por nuevos «Herodes» y gobiernos tiránicos liberticidas. «¿Dónde, nos preguntan los hombres de nuestro tiempo, está vuestro Dios?». No podemos decirles sino que colgado del madero de la Cruz, en el silencio de la cruz, en el grito desgarrador de su Hijo, y de todos los crucificados de la historia que con Él gritan al cielo y claman ante la tierra: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»; «¿Hasta cuándo, Señor, seguirás olvidándome?, ¿hasta cuándo me esconderás tu rostro?».
En la cruz, Jesucristo abre la esperanza para todos los hombres, al revelarnos, desde su propia condición de Hijo único, el corazón de Dios como Padre querido, que no deja al Hijo en el abismo; Padre también de los últimos y pecadores, acogedor de todos los necesitados y a veces desahuciados de salvación, a los que perdona y salva en la Cruz.
Desde la Cruz nos alcanza la salvación nueva y definitiva, total, la superabundancia de salvación, de justicia y de misericordia, que no es otra que Dios mismo: misterio insondable de amor y misericordia. Es en el vaciamiento de Dios en la cruz de su Hijo, sin reservarse nada, donde se manifiesta su benevolencia y su amor: porque nadie tiene más amor que el que da su vida por los demás. Jesucristo es Dios, es el Hijo de Dios, es el fruto eterno de su amor, don todo Él. Y al dar su vida en la cruz por nosotros, los hombres, da todo el amor de Dios.
Es ahí también, en la Cruz de Jesucristo, donde acaece el juicio de Dios sobre la humanidad pecadora y hostil, la humanidad fratricida y perdida. Juicio que no es otro que su infinito amor actuante, su gracia misma, su perdón, su justificación, su misericordia, desde donde, por contraste, se hace patente nuestra maldad y nuestro pecado y se nos llama a la conversión: es decir, se nos llama a asumir el amor que Dios mismo pone en nosotros para que lo llevemos a cabo consumando su obra.
Ahí, en la Cruz de Cristo, descubrimos la libertad de Dios para amar; ahí está su omnipotencia: la omnipotencia de su amor. Ahí vemos a Dios, afectado e impresionado por el dolor y la miseria, por el pecado y la maldad del hombre, su cercanía y su compasión para con los desvalidos y con los desheredados de la tierra. La muerte en la cruz es la señal y la prueba elocuente del amor de Dios a los hombres (Cf Jn 3,l6).
«Al entregar a su Hijo Jesús a la muerte y una muerte de cruz, Dios llega hasta la extrema donación de sí mismo a un mundo extraño y hostil, alejado de Él por el pecado. Esa es su definitiva y suprema muestra de amor por los hombres. Supone una seria y decisiva voluntad de entrar de veras en nuestro mundo injusto y brutal, de implicarse en él desde dentro y de exponerse, por consiguiente, al rechazo de la libertad del hombre» (Catecismo «Esta es nuestra fe»: p. 144), pero vaciando enteramente su amor que crea, recrea, libera y salva con todo su infinito poder. ¡Salve, Cruz, esperanza única! Te adoramos y te bendecimos, Señor, que por tu santa Cruz redimiste al mundo.
Antonio Cañizares Llovera es cardenal y arzobispo de Valencia.
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