Reforma educativa

Pobre Historia, por decreto

Tres hitos marcan el ámbito cronológico al que dejan reducida la historia de España: la Constitución de 1812 y sus efectos; la de 1931 y la II República; y la de 1978 y la Transición democrática

El Real Decreto 243/2022 de 5 de abril establece la ordenación y las enseñanzas mínimas del bachillerato. Un texto amplio de 362 páginas, redactadas con lenguaje farragoso, reiterativo y multiuso (confuso, profuso, difuso, obtuso, abstruso… y más). No me atrevo a recomendarles su lectura, menos aún en estas fechas señaladas de paz, amor y sosiego. Compadezco a los profesores que hayan de aplicarlo y a los alumnos que van a «disfrutarlo». Pero, si por curiosidad o sentido de la responsabilidad, se atreven a echarle un vistazo, no creo que estén de acuerdo con la declaración de sus autores, según la cual se trata de un texto necesario; dictado desde la eficiencia y la eficacia. Ciertamente no, aunque estos principios fuesen un simple formulismo jurídico, justificativo de tan «imprescindible» tributo a la historia de la educación en España.

El bachillerato según los objetivos fijados, hasta un total de catorce, contribuirá «a desarrollar, en los alumnos y las alumnas, las capacidades que les permitan ejercer la ciudadanía democrática, desde una perspectiva global y adquirir una conciencia cívica responsable, inspirada por los valores de la Constitución española, así como por los derechos humanos, que fomenten la corresponsabilidad en la construcción de una sociedad justa y equitativa». Tal propósito y los trece siguientes dan fe de que la mayoría de nuestros políticos, empezando por los responsables de esta norma, no han conseguido tales metas. El R.D. ofrece cuatro modalidades de bachillerato, (Artes, Ciencias y Tecnología, General, cuyos contenidos se elegirán prácticamente a la carta; y Humanidades y Ciencias Sociales).

No es nuestro deseo analizar aquí el R.D. en su totalidad. El tiempo y el espacio exigibles para ello superarían ampliamente los límites de esta tribuna. Nos ocuparemos brevemente de la asignatura de Historia de España, común a todos los tipos de bachillerato de 2º curso. Una materia que, según los responsables de esta norma reguladora, «introduce al alumnado en la perspectiva del pensamiento histórico, indispensable para la observación, interpretación y comprensión de la realidad en la que vive. Atender a los principales retos y problemas a los que se enfrenta, en el siglo XXI, resulta esencial para el ejercicio de su madurez intelectual y personal al situarlo ante los desafíos sociales del presente». Eso sí «con objeto de orientar su actuación con compromiso y responsabilidad».

Estiman que desarrolla además, «un papel fundamental para el ejercicio fundamentado (sic), del espíritu crítico, para prevenir la desinformación y para adoptar un compromiso pleno con el conjunto de valores cívicos que enmarca la Constitución». Y así otras cuantas cosas más de no menor calado. Todo ello en setenta horas lectivas. Consideran que para lo anterior y formar «una ciudadanía capaz de interpretar discursos e ideas diferentes, incluyendo aquellos que son contrarios a los suyos propios y defender la solidaridad y la cohesión como base de la convivencia así como el respeto a los símbolos y normas comunes», basta con asomarse al periodo que va de 1812 a nuestros días. Decididamente nuestros dirigentes no superaron la evaluación exigible.

Tres hitos marcan el ámbito cronológico al que dejan reducida la historia de España: la Constitución de 1812 y sus efectos; la de 1931 y la II República; y la de 1978 y la Transición democrática. Empecemos por la Pepa. Más allá de su valor simbólico, la Constitución de Cádiz fue una declaración de grandes principios y buenas intenciones, con muchas luces y no pocas sombras; apuntes de modernidad y múltiples componentes tradicionales. Elaborada y aprobada, en circunstancias excepcionales, por unos diputados, muchos de ellos suplentes, que actuaron como tales en ausencia de los propietarios, ejerciendo así una representación esencialmente a título personal. Estuvo en vigor escaso tiempo, y con graves limitaciones para su aplicación en buena parte del territorio español. En Madrid fue jurada en agosto de 1812 y poco después suspendida de nuevo durante algún tiempo; en Levante y Cataluña apenas llegó a entrar en vigor… En todo caso, dos años después de su publicación fue derogada por Fernando VII (mayo de 1814). Reimplantada en marzo de 1820 discurrió por difíciles vericuetos hasta septiembre de 1823, en que prácticamente dejó de existir.

La otra referencia axial fue, «por su significación histórica y el intenso debate social que suscita el proceso reformista y democratizador que emprendió la II República». A propósito del cual bueno será señalar que, desde el 21 de octubre de 1931, la Ley de Defensa de la República estableció, de facto, un marco limitador de las libertades, que la Constitución del 9 de diciembre no superó, por completo, en muchos aspectos. En aras de la mejor comprensión del periodo 1931-1936, habrá que tener en cuenta el hostigamiento al que la extrema izquierda y la extrema derecha sometieron al régimen republicano. Se evocan reiteradamente las actuaciones provocadas por esta última, y menos las de la primera. Sin embargo como ejemplo de «democracia» recordemos el «Decálogo del Joven Socialista» publicado en febrero de 1934, en la revista Renovación de las Juventudes Socialistas, dirigida por Santiago Carrillo, cuyo punto VIII advertía: … «que el socialismo sólo puede imponerse por la violencia», como intentaría llevarse a cabo en la revolución de octubre de ese mismo año.

Acerca de la Constitución de 1978 y la Transición democrática se repiten indeseablemente los discursos contradictorios, emitidos incluso desde el gobierno promotor del decreto de 5 de este mes.

Emilio de Diego. Real Academia de Doctores de España.