Pandemia
El gran destape
A la mascarilla, mucha gente ya se ha acostumbrado. Yo hay cosas a las que me niego a acostumbrarme
Notas del martes 19 de abril, de los audios de Rubi y de Geri, del último coletazo del invierno y del fin de la obligatoriedad de las mascarillas en interiores que mañana entra en vigor, y qué vigor. Sabíamos que llegaría un momento en el que habría que elegir entre morir de coronavirus o de tristeza, y aquí está. Se viene el gran destape. Mañana a esta hora, un niño conocerá la sonrisa de su profesor después de tres cursos y el adolescente verá por primera vez los labios que habrá de besar hasta el final de sus días. De todos los atropellos que hemos cometido, el peor es el que se ha perpetrado contra los chavales. Que no se quejaran los niños de las normas anti Covid era la peor de las señales. Como no votan, los hemos mantenido a salvo de una enfermedad que no sufren a cambio de unas restricciones que los han herido como a ninguno. La escena de aquellas mañanas en que los críos en los colegios respetaban la distancia de seguridad y las líneas en el suelo sin decir chitón a muchos les pareció candorosa; a mí, la más aterradora. Mañana brindaré por esos niños ahora descarados.
A la mascarilla, mucha gente ya se ha acostumbrado. Yo hay cosas a las que me niego a acostumbrarme. Nunca llevé aquellas mascarillas de moda con telas elegante de cuadritos y diseños chic que hacían juego con la demás ropa. Me negué a que la mascarilla fuera una parte de mí y que hiciera juego conmigo. No, no era una prenda. Siempre la he considerado un parche externo, casi ortopédico. Cada día que me la he puesto pensé en el día en el que habría de quitármela y, con vuestro permiso, me la voy a quitar. Puede que me salvara la vida, pero digo adiós al trocito de tela azul, ahogo constante, alientillo, goma que se clava en la carne, marca en la nariz, orejas de soplillo, retraso en el aprendizaje del habla y alumno de secundaria en la consulta del psiquiatra.
De la pandemia quiero aprender a olvidarla. Aquí se queda esta hoja de parra. Hay que salir ahí a enseñar las barbillas y los bigotes, las comisuras, las pecas, las narices chatas, rectas o respingonas, los surcos nasofaríngeos, los hoyuelos tan graciosos, los carmines y los dientes, algunos tan blancos y tan en fila y otros que parece que los han echado a puñados en la boca del dueño. Que enciendan ya la luz de la discoteca, que vamos a vernos las caras. Somos feos, y qué pasa. Estamos vivos, ¿qué más queremos?.
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