Reforma educativa

Los hijos de los otros

Llevarán de cabeza a los niños a los siglos de nuestras matanzas civiles

Nosotros somos romanos con todas sus consecuencias. Y, también, hijos de un proceso de ocho siglos que se llamó Reconquista y que se prolongó, sin solución de continuidad, en la Conquista por antonomasia, la de América, que, cerrando el círculo, convirtió en romanos a los del Poniente, y no en romanos cualquiera, que dimos a Trajano y a Marcial. Estas cosas, que parecen sencillas de explicar son un poco más difíciles de entender, hasta que una noche cálida, de ron y charla, comprendes que estás mucho más próximo de un negro panameño que de un francés, le van a ser hurtadas a las nuevas generaciones de españoles que, como aquellos catalanes con los que me tropecé un Viernes Santo en la antigua Guatemala, se asombraran de que las indias, vestidas de negro riguroso y con mantilla, siguieran con las velas en la mano los pasos de Nuestro Señor y de su Santa Madre, y de que los costaleros, de rigurosa túnica, se condujeran con las mismas órdenes de alzada y descenso que, por poner un ejemplo, los de Valladolid. Sí. Les van a hurtar una parte de su historia, quizás no la más fácil, pero sí la que determinó con nuestro esfuerzo común el mundo que conocemos. Y dejarán de tener sentido los términos españoles que jalonan las costas del Pacífico y del Atlántico, desde el Estrecho de Torres al Cabo de Hornos. Y los estragos serán terribles, peor si cabe, porque no sabrán de lo perdido. Y, así, pasarán por delante del imponente edificio del Ayuntamiento de Amberes sin tener la menor idea de qué significa ese escudo, con leones, castillos, barras y águilas que campea en la fachada, como aquel chofer salvadoreño al que le tuvimos que explicar porqué el escudo de su país figuraba en la vieja sede de la Capitanía General de Guatemala, frente a una catedral de enormes columnas y cúpulas, caídas en el último terremoto, pero que guardaba, al pie del altar mayor, las tumbas de las hijas mestizas de Pedro de Alvarado. Serán incapaces de comprender lo que fue sabido por las generaciones que les precedieron y, lo que es peor, los llevarán de cabeza, sin preparación, a los siglos de nuestras matanzas civiles, las de América, primero; las de España, después, para que puedan, así, desde pequeñitos, apuntarse a un bando y combatir a los del otro. ¿A todos? No, por supuesto. La cuna, el nivel económico o la vocación intelectual de los padres volverá a ser determinante en la mejor o peor educación de los hijos. Ya sucede, pero en lugar de rebelarse, la izquierda ha preferido rendirse y, como en los países anglosajones, estabularán a los niños en colegios e institutos públicos el tiempo que marque la ley para echarlos a la vida con un título que nada valdrá. Analfabetos funcionales tras una década en las aulas, hay que joderse... Aunque, eso sí, con la perspectiva de género que, a los catorce años, proporciona la diseminación masiva de la pornografía. Y es, ahora, cuando habrá que calibrar el fuste de nuestro glorioso cuerpo de docentes, funcionarios con suelditos fijos, a quienes se despoja de la autoridad. Ahora, cuando les toca abordar la primera lancha de desembarco en Normandía, apretar los dientes y jugársela por los hijos de otros. La única esperanza es que nada está definitivamente perdido. De la oscuridad volvió la luz del Renacimiento, y los Celáa de turno, serán un borrón, detestable, en la historia. Pero, eso sí, habrá generaciones que nunca se lo perdonarán. Al tiempo.