Pedro Sánchez

Aceleraciones históricas

Ha llegado la secta del progreso, el progresismo, que se había propuesto mejorar nuestra suerte aun a nuestro pesar y ahora se contenta con abrazar el cambio con euforia

Hay quien habla con alegría de los «tiempos de aceleración histórica y política» que nos ha tocado vivir. Al parecer, es bueno eso de vivir tiempos acelerados, subidos en la ola veloz del cambio, aunque no sepamos adónde nos lleva la corriente ni tengamos la menor idea de cómo controlar, aunque sea un poco, la dirección y la fuerza que nos lleva.

A eso ha llegado la secta del progreso, el progresismo, que se había propuesto mejorar nuestra suerte aun a nuestro pesar y ahora se contenta con abrazar el cambio con euforia… un poco impostada, eso sí, como quien se reafirma en su convicción de estar del lado bueno de la Historia.

Entre los efectos de esta famosa aceleración histórica está la velocidad a la que varían lealtades políticas de décadas. Y su sustitución por liderazgos que, después de haber arrasado con aquellas organizaciones que las habían creado, no son capaces de sustituirlas, como no sea alguna forma de liderazgo personal basado en eso justamente, en la «aceleración histórica».

No todo el mundo se comporta de forma tan irresponsable como el presidente Pedro Sánchez, pero es un proceso general del que participan buena parte de las democracias liberales occidentales. Exaltarlo como acaba de hacer Sánchez en Málaga no contribuye, precisamente, a reforzarle. Más bien al revés.

Y es que si la aceleración histórica no compensa con beneficios relevantes la inseguridad que genera, desembocará en una sensación de inseguridad que las declaraciones de optimismo no harán más que empeorar. Incrementa la sensación, prevalente hoy en día, de que hemos dejado de controlar nuestra vida, justo en el momento en el que más medios tenemos de afirmar nuestra autonomía. Empezar a dar respuesta a esta inseguridad requiere poner en marcha elementos que permitan a la ciudadanía sentir que, aunque no vaya a pisar terreno firme durante mucho tiempo, sí que está a su alcance algún paliativo a la precariedad perpetua a la que la condenan los felices partidarios de la aceleración histórica.

La primera traducción de una política como esta es, evidentemente, económica, y va a cobrar una importancia renovada en los próximos años. Será clave –ya lo está siendo– la capacidad de los partidos para ofrecer políticas que garanticen cierta estabilidad económica sostenida en el tiempo. Ahora bien, esto resultará insostenible si no va acompañado de otras políticas que reconstruyan la sensación de pertenencia a una comunidad social. Como la sociedad española está tan profundamente vertebrada –por la familia, por ciertas creencias convertidas en pautas culturales, por la identidad histórica…–, se tiende a despreciar el fomento del sentido de pertenencia. Es un error. De hecho, uno de los puntos que falla a la hora de fijar una economía más estable es la escasa institucionalización de un marco de convivencia que proporcione un mínimo de confianza.