Política

De la langosta y otras plagas del verano

Nuestros políticos deberían comenzar por tratarnos como a personas adultas

A la comarca extremeña de La Serena le ha caído encima una de esas plagas bíblicas que creíamos olvidadas –y no, no ha sido que Adriana Lastra se haya pasado por allí–, en forma de nubes de langostas. Algunas gentes, suponemos que con la mejor de las intenciones, se han vuelto hacia el calentamiento global como explicación plausible de la proliferación de esos ortópteros, vulgo saltamontes, que han dejado cultivos y praderas de forraje hechos unos zorros, pero, lamentablemente, nada es tan simple. Durante décadas, a esos bichos se les mantenía a raya a base de insecticidas, preferiblemente, esparcidos desde aviones fumigadores en la época de puesta y desarrollo de las larvas, con lo que, a los españoles, «plaga de langosta» sólo nos remitía al elenco de catástrofes varias de África y de la India. Pero la mayor concienciación medioambiental, que en Extremadura vino alentada, además, por las generosas subvenciones de la Unión Europea, hizo proliferar las declaraciones de ZEPAS, zonas de protección de las aves, y, más tarde, la explosión de los llamados cultivos ecológicos. En las zepas, las normas fitosanitarias prohíben el uso de cierto tipo de insecticidas, los más potentes, y los cultivos ecológicos, operados como antaño, se convierten en los mejores reservorios de la langosta. Si la combinación de ambos elementos es ya de por sí potencialmente letal, la plaga está servida cuando a las autoridades agrarias de la Junta, como ha sucedido este año, se le pasa el plazo a la hora de aplicar las medidas preventivas. Por supuesto, hay ayudas europeas que palían los daños, sobre todo el de los agricultores ecológicos, pero, en general, son procesos que los consumidores del común desconocen. Es como votar a las izquierdas y luego sorprenderse de las consecuencias. Vaya por delante, que uno es muy de defender la naturaleza, pero nunca desde el voluntarismo. Dicho de otro modo, que ciertas prácticas agrícolas suponen una menor producción o nos devuelven a antiguas realidades. Si no, recuerden aquel caso de los «pepinos asesinos», que los alemanes se apresuraron a cargarnos en cuenta, pero que procedían de una granja ecológica germana que regaba los plantones con aguas fecales. Algo similar ocurre con el precio de la energía y los combustibles. En la Unión Europea cargamos de tasas a las emisiones de CO2 del gas natural y de otros combustibles fósiles que, precisamente, son los que se emplean para generar electricidad o para refinar el petróleo, lo que es una manipulación de libro de las reglas del mercado. A los gobiernos les viene de perlas, porque ingresan vía impuestos una parte de los sobrecostes con la que, luego, subvencionan el diésel o las gasolinas, incoherencia de aurora boreal si de lo que se trata es de luchar contra el calentamiento global. Pero, claro, el personal, que es muy ecologista y tal, reacciona malamente en las urnas cuando tiene que apoquinar 120 euros por llenar el depósito y de quien menos se acuerda entonces es del tío Vladimir. Tal vez, nuestros políticos deberían comenzar por tratarnos como a personas adultas y consecuentes con sus actos y decisiones. Y explicar a las nuevas generaciones que la lucha contra el calentamiento global exige sacrificios personales, y no pequeños. Que nuestros jóvenes han llegado tarde y han nacido en un tiempo y un lugar donde sólo cuatro ricos podrán aspirar a un apartamento en la playa de Torrevieja o en la orilla de un pantano. Aunque, claro, si el mar se nos va a comer, lo mismo es tirar el dinero.