San Fermín
Volver a nacer
Vivir cada día como si fuera el último digo que supone una majadería. Mucho mejor sería vivirlo como si fuera el primero y ver las astas de la manada abriéndose paso en el callejón como un rompehielos
Al cierre de esta página, al paso de la manada de los toros de José Escolar con su galope y su tragedia en escala de grises, la ciudad ha recuperado el pulso. La fiesta late en el Baile de la Alpargata del Casino Iruña al ritmo de la verbena del chacachá del tren, las manos en las cinturas, chocolate con churros y pacharanes con hielo, baile de congas por las coronarias del corazón, el sol acuchillando las pupilas del sueño, ecos de la canción del verano, parejas de la noche dormidas sobre los bancos, besos en la boca, niños recién levantados. Son las nueve de la mañana del primer día del mundo.
Vivir cada día como si fuera el último, qué tontería es esa. Si yo supiera que este día iba a ser el último, lo viviría triste y aterrado. ¿Qué otra cosa podría hacer? ¡Qué miedo me daría! No tendría ganas de bailar con Palomita en brazos, ni de desayunar una cerveza con churros con Urmeneta y con Andrés, con Blas, con Teo, con Luis y con Emma y con Mikel y con ese de ahí que no sé cómo se llama. Si supiera que este día fuera el último juro que no andaría por ahí mirando el cielo e inventándole formas a las nubes, ni sonriendo a los vendedores de collares de plástico, ni yendo a comerme unos huevos fritos con magras con tomate en el Almuerzo de los Milagros que por cierto ya no son tantos desde que se muriera Marcelo. Si supiera que este es el último día de mi vida ni mucho menos andaría despreocupadamente por la calle con Tom, ni me iría a los toros con Elena y con Extebe, ni pensaría en el encierro del día siguiente porque no habría día siguiente, claro, así que no haría otra cosa que lamentar todo lo que estaría perdiendo, que sería tanto. Después de darle muchas vueltas, parece claro que el que no tiene miedo es que no tiene nada que perder.
Vivir cada día como si fuera el último digo que supone una majadería. Mucho mejor sería vivirlo como si fuera el primero y ver las astas de la manada de los de José Escolar abriéndose paso en el callejón como un rompehielos, como una bandera de muertes, pezuñas pisando junto a las nucas y al fin los toros encerrados en los corrales como la victoria sobre la desdicha y sobre el miedo. Y entonces despertar del coma del resto del año con la pistola de la rutina en las sienes del invierno y salir a la mañana de Pamplona como si todo –el abrazo de tu mujer, el beso de sus hijos, el sonido de las risas de los amigos, las albóndigas con patatas y el trago de vino con gaseosa–, se probara por primera vez. Qué maravilla, venir al mundo con cuarenta y cinco años, tres hijos, una mujer y todos estos amigos. ¿A qué vivir la vida como si cada día fuera el último pudiendo vivirla como si fuera el primero? Volveremos a nacer, ocho días de julio.
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