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Tiempo de trenes

Me va la tierra mucho más que el aire. Más el traqueteo de cuna que ese sonido sordo que te tapa los oídos

Me encantan los trenes, también sus estaciones, sobre todo sin son pequeñas y tienen un reloj colgado en el andén. Prefiero viajar cinco horas en tren que una en avión. Me va la tierra mucho más que el aire. Más el traqueteo de cuna que ese sonido sordo que te tapa los oídos. Me encantan los trenes, y lo que puede ocurrir en esos viajes largos que dan para tanto.

Ayer mi hijo se fue a San Sebastián y hoy me contaba que el señor del asiento de al lado, después de que ambos dejaran el libro y cerraran los ojos, se había quedado dormido sobre su hombro. Dice que estuvo más de una hora y que no le despertó porque le sintió muy a gusto. Pues verás, Carlos, aunque nunca te lo he contado, yo en un viaje nocturno en tren, en uno de aquellos que se estiraban los asientos y podías tumbarte, estuve unas horas abrazada a un desconocido. Era un chico delicado y tierno que se acercó lenta y sutilmente hasta rodearme la cintura. Ambos necesitábamos afecto. Él, con cuidado para no despertarme, se bajó en una estación a mitad de camino sin dejarme una nota, un teléfono. Nunca le volví a ver, claro, pero fue una noche de amor efímero que se convirtió en eterna.

También tuve una historia de muerte frustrada con un gran escritor de este periódico. Se llamaba José Luis Alvite y yo seguía sus palabras. Un día leyendo su columna, descubro que se está despidiendo, que dice que se va a suicidar tirándose al tren. No dudé un instante en percibir que eso no era ficción y le escribí rápidamente en este espacio rogándole que no lo hiciera, que yo necesitaba seguir leyéndole. Tiempo después me contestó: «Fue entonces cuando leí aquella columna tuya, querida Paloma, y decidí darme una tregua y esperar el paso a deshora de otros trenes». Fíjate, hijo, que maravilla. Los trenes y las palabras.