Incendios

Abandono criminal

Estamos asfixiando a los bosques, condenándolos a la muerte en nombre de una supervivencia para la contemplación

El alma de un bosque incendiado, que huele a humo y sufre un silencio pesado como la muerte, es el grito contra la osadía humana que lo ha descuidado o directamente lo mató por negligencia o psicopatía. Estos días todos nos lamentamos de los incendios, pero llevamos tiempo abandonando el campo y los bosques, legislando sobre ellos como si se tratase de incunables, de tesoros cuya conservación está sometida a una idea estúpida y urbana de su contemplación.

Se echa el personal las manos a la cabeza lamentando la virulencia del fuego, la acción velocísima y brutal de las llamas que se expanden a ritmos hasta hoy desconocidos, y nos preguntamos qué habrá pasado, y decimos que es el cambio climático y que todo es culpa de los calores. Y un poco del descuido. Como dice mi amigo el francés de Soria, cazador enamorado de la naturaleza, como lo están casi todos, ¿estamos tontos o qué? Los bosques hoy son un incendio a la espera de chispa porque nos hemos encargado de meterlos en una urna y no actuar dentro, no sea que vayan a sufrir heridas. Leyes restrictivas hasta decir basta han cerrado a los agricultores pasos naturales y labores de limpieza como a los ganaderos la acción de los animales en las zonas en que siempre habían actuado. El bosque, entendido como un lugar de encuentro, de paso, de vida y de trabajo, agoniza bajo el peso de leyes que salen de despachos de ciudad y de manos ignorantes de su vida y su latido. El hombre siempre se ha emboscado. Para ocultarse, para sobrevivir, pero sobre todo para vivir de y con él. Eso de dejar los espacios naturales cerrados como en urnas para su simple contemplación es una quiebra criminal de la relación natural del hombre con su entorno. Abrir un bosque no es permitir que entre un todoterreno, sino que el ganado lo recorra y el agricultor lo limpie. No hacerlo es una negligencia suicida como estamos viendo estos días. Y si no limpian quienes junto a él viven, que lo haga el Estado, las instituciones públicas, las administraciones; o, mejor, la administración, que la política forestal debería estar centralizada porque los bosques no trazan fronteras.

Estamos asfixiando a los bosques, condenándolos a la muerte en nombre de una supervivencia para la contemplación, un criterio infantiloide de autoconservación que no es el del trato del hombre con la naturaleza. Claro que somos una especie depredadora, pero no depreda quien vive del bosque, del campo, del ganado, sino el que ve el monto como un caminito por el que circular, sin entender su pálpito y su supervivencia. Establecer un acuerdo de vida con el árbol no es talarlo, sino todo lo contrario. Y hay mucho ignorante que confunde ambas cosas.

Un día, saliendo de un paseo a caballo por el bosque, una persona me afeó que le pusiera unos hierros en los cascos al animal porque eso le haría daño. Se llaman herraduras, le expliqué, y son para lo contrario. Me temo que gente de ese nivel es quien sigue defendiendo que estabular los bosques es salvarles la vida. Quizá ahora ellos también escuchen su grito desesperado. O puede que no. Están en el despacho.