Política

«¡No es esto!»

Aquí lo que prima es una política de orden declarativo y emocional, muy vacía de argumentaciones

El país anda metido en un jaleo político de rivalidades y oposiciones mal entendidas que no resuelve nada y que al ciudadano le aporta bastante poco. Hasta la menor de las minucias da juego para encaramarnos enseguida a una bulla de declaraciones que lo único que deja al descubierto son los intereses partidistas y lo que en el fondo mueve a toda esta plana de gente. Hasta las directrices o recomendaciones procedentes de la Unión Europea son aquí discutidas y puestas en solfa si ofrecen una oportunidad para entregarse a la gresca ideológica, avivar las brasas de la rivalidad, que viene bien para encender la hoguera de los ánimos, y horadar o deslegitimar la imagen del adversario. Eso de que la medida, el consejo o lo que sea, vamos, pueda resultar beneficiosa o perjudicial para el bienestar de la sociedad y sus inmediatos aledaños es un debate espurio y de alas muy cortas. Algo a todas luces secundario y que apenas merece una consideración seria por los napoleones de las estrategias y los cálculos del póquer político.

Eso del hombre de Estado, el que antepone la nación a sus ambiciones personales, aparte de ser una leyenda caducada, sin más herrajes que cierto romanticismo, hoy, más que en épocas anteriores, ha quedado como un mito para idealistas y cabezas adolescentes. Algo desechado en un lugar donde lo más corriente son las deslealtades y rebeldías gubernamentales de distinto cuño que afloran en nuestro horizonte nacional.

Aquí lo que prima es una política de orden declarativo y emocional, muy vacía de argumentaciones, pero que da que hablar, aunque eso erosione la democracia y deje patente, a las claras, el constante electoralismo en el que andamos todos enfangados. Un paisaje de eslóganes y palabras hueras que le ahorra a más de uno la penosa tarea para la que se le ha elegido, que es legislar. Todo esto lo único que recuerda es aquella exclamación de un incrédulo Ortega y Gasset al ver cómo el Homo Hispánicus metía en la peor de las derivas posibles a la Segunda República española, que él mismo había respaldado: «¡No es esto! ¡No es esto!».