Fuerzas de Seguridad
Las víctimas olvidades de ETA, que sólo tuvieron el apoyo policial
La Asociación Dignidad y Justicia (DyJ), que preside Daniel Portero, ha puesto el dedo en la llaga. ¿Cuántos ciudadanos que residían en el País Vasco tuvieron que abandonar aquella entrañable tierra española para no morir por los tiros y las bombas, siempre a traición, de ETA? Y subraya que es un asunto que, inexplicablemente, no ha sido investigado por la Audiencia Nacional y la responsabilidad que en la estrategia criminal tuvieron los cabecillas de la banda mafiosa, porque su comportamiento era, sin duda, propio de la peor de las mafias.
En este terrible asunto hay que tener en cuenta el papel que jugaron las Fuerzas de Seguridad para, en muchos casos, evitar la muerte de los amenazados; y, en lo que respecta a al caso de nuestra familia, la Policía Nacional; en concreto, el que fuera comisario provincial de Guipúzcoa, y después jefe de la Lucha Antiterrorista, Manuel Ballesteros, que salvó la vida de mi padre, periodista que dirigía el diario “La Voz de España” (la cabecera era, en sí misma, una provocación para los independentistas. “España...”) de San Sebastián.
Jesús María Zuloaga había tenido la osadía de adelantarse a lo que hoy todos proclaman como una verdad. Que molesta a los terroristas, pero, al fin y al cabo, verdad: al dirigente Eduardo Moreno Bergareche, “Pertur”, no lo había matado ninguna fuerza para policial o fascista sino la propia ETA (se señalaba a Miguel Ángel Apalategui, “Apala”, residente en Cuba; y Francisco Múgica, Pakito”, ya en libertad). No se lo perdonaron. Boicotearon la distribución de periódico por los más variados métodos, desde interceptar las furgonetas hasta colocar una pistola encima del montón de ejemplares, con la advertencia al kioskero de que no vendiera “La Voz”.
Y, por supuesto, le sentenciaron a muerte. Todas las noches, le llamaba un individuo desde suelo francés para anunciarle lo que le iba a pasar. Así eran las cosas. La crónica de una muerte anunciada por publicar la verdad. Duros tiempos de los que recuerdo las lágrimas de mi madre, sometida también a esa particular presión, sin olvidar a mis hermanos que vivían en San Sebastián.
Con anterioridad, como vasco de toda la vida y conocedor de la historia de su tierra, cuando se adoptó la Ikurriña como bandera oficial del País Vasco, recordó que era la enseña del PNV, diseñada por su fundador, Sabino Arana Goir y que quizás era necesaria una que nos representara a todos. Tampoco se lo perdonaron.
Es difícil ponerse en el lugar de un agente que tiene que dirigirse a una familia para comunicarle que debe abandonar su tierra y dejar atrás, por muchos apellidos vascos que se tengan, o no, todo lo que ha sido su vida y la de sus antepasados, que se remontan a tantas generaciones, desconocidas para los que emigraron a aquellas tierras y no encontraron mejor forma de integración que entrar en ETA: los “ruices”, “álvarez,s”, “rodrígez,s”, “troitiños” (con todo mi respeto a estos apellidos, que los llevan personas absolutamente honestas) y tantos otros.
Tenía que ser duro cuando, a las pocas fechas de enterrar a tres compañeros asesinados por ETA, Ballesteros, “Ballesta” como se conocía cariñosamente, tuvo que comunicar que mi padre (y, a los pocos días, el resto de nuestra familia) debíamos --aunque yo trabajaba ya en Madrid-- abandonar la tierra de los nuestros –mi padre era de Irún, mi madre de Bilbao-- y emprender una “nueva” vida difícil de describir porque partía de una flagrante injusticia que todavía no ha obtenido reparación. Ni siquiera un reconocimiento social pese a ser el “mayor crimen en número de sujetos pasivos perpetrado en España desde la Constitución”, entre 60.000 y 200.000, como recuerda DyJ. Un auténtico delito de lesa humanidad,
Se debería incluir a los agentes de las Fuerzas de Seguridad que, gracias a sus investigaciones, evitaron tantas muertes. (nosotros podamos dar fe de ello) y que, en muchas ocasiones, arriesgaron su vida para que otros pudieran conservarla. Algunos paisanos pudieron abandonar a tiempo la zona de peligro; los uniformados, lo tuvieron que hacer, tantas veces, dentro de una caja mortuoria.
Volviendo a Ballesteros, que tan importantes misiones encabezó en la lucha contra ETA, pude coincidir con él en ocasiones hasta su fallecimiento; fue testigo presencial de un desagradable incidente, en el Palacio de Congresos y Exposiciones de Madrid, durante una jornada de elecciones generales, con el embajador francés que nos negaba la evidencia que habíamos publicado en ABC: que los etarras se escondían en territorio galo (dábamos las direcciones y, creo recordar, el modelo de coche en el que se movían), aunque es verdad que a los pocos días la legación diplomática nos ofreció unas disculpas.
Aquella misma noche, tras la comunicación policial, a mi padre lo metieron, escoltado, en el tren nocturno San Sebastián- Madrid y yo fue a recogerle a la estación de Chamartín. Ya no era el mismo ni lo volvió a ser, una víctima del terrorismo, una persona obligada a huir de su tierra, que murió sin haber obtenido reconocimiento alguno, salvo el de Ballesteros, al que llamaba con demasiada frecuencia para comunicar la posible presencia de etarras en las cercanías de nuestra casa en Madrid. Le atendía con paciencia, le mandaba un coche “Z” y lo tranquilizaba, hasta la próxima. Lo que son los agentes de las Fuerzas de Seguridad, una mezcla de profesionalidad y humanidad.
La misma sensación que he tenido la ocasión de experimentar, cuando, por razones que no vienen al caso, compañeros de “Ballesta” realizaban misiones de contra vigilancia para evitar la presencia de “comandos” etarras que, por cierto, y de forma dramática, se demostró que andaban por la zona. Gracias a todos ellos.
DyJ ha identificado ya medio centenar de asesinatos de ETA que vinieron precedidos por amenazas de muerte de las sucesivas cúpulas etarras para conseguir que sus víctimas “abandonasen de una vez y para siempre” el País Vasco y Navarra. Mi padre fue uno de ellos y le he pedido a Portero que, cuando su señoría lo estime oportuno, si así lo decide, me incluya entre los testigos-perjudicados para dar testimonio de todo lo que allí ocurrió. El 19 de septiembre de 1976, cuando el nombre de mi padre dejó de figurar como director de “La Voz de España”, el periódico no publicó, no digo un editorial, ni una sola línea, aunque algún diario de Madrid se hizo eco de que se había visto obligado a dejar el País Vasco. Se llevó, eso sí, el reconocimiento de las buenas gentes de aquella tierra y, por supuesto, de las Fuerzas de Seguridad, entre ellos del comisario que le salvó la vida.
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Pasividad ante la tragedia