Cuartel emocional

El rayo verde

En estos últimos días de vacaciones -¿vacaciones? ¡pero si estoy mandando el artículo al periódico!- me he instalado en una cueva de pescadores al borde del mar, en un hábitat natural donde no tengo más horizonte que el que me marca el confín del mar desde el que se ven las puestas de sol más hermosas. Entre medias se yerguen tres, cuatro o cinco islotes que adornan el paisaje y hasta hacen compañía. He decidido hacer esta experiencia a solas, prescindiendo de compañía alguna, para meditar, serenar mi alma y vivir lo más salvajemente posible, alimentándome escuetamente, en plan anacoreta. No me ha crecido la barba, porque soy mujer, o al menos eso creo, hoy día nunca se sabe, y mi pelo tiene aspecto de estropajo, de aquellos estropajos de esparto que antes había. Parezco un ser primitivo, con un traje de baño por toda vestimenta y un pareo, que poco a poco se muestra más raído por la acción del mar y del sol. Cuando me encuentro con fuerza suficiente, empujo mi barca hacia el agua, echo mi sedal y mi anzuelo, y a veces hasta hay suerte y saco algún pez que me como crudo, debidamente destripado, eso sí. Mi cuerpo se va purificando poco a poco y mi alma también a base de austeridad y escasos recursos. En los últimos tiempos ha proliferado un alga asiática que está colonizando el Mediterráneo. La pesca se está resintiendo, pero los ecologistas se muestran reacios a que se tomen medidas para exterminarla. Ya se sabe que, dar por saco, es su cualidad más sobresaliente.

Mi familia y mis amigos se preguntan por qué se me ha ocurrido semejante extravagancia, pero todo tiene su explicación. Hace ya años que persigo el rayo verde, ese fenómeno que se produce en las puestas de sol de los días muy claros y que mis ojos nunca han sido capaces de captar. Siempre he pensado que es una leyenda urbana y que, quienes me rodean, abusan de mí porque soy pequeña, igual que en los años de mi infancia, en aquellas temporadas de Cercedilla, a los niños nos llevaban al atardecer a cazar gamusinos. Me lo creí a pies juntillas hasta hace poco. Cosas de la ingenuidad y de la ausencia de maldad, pero, ahora que lo pienso no deja de ser bonito fiarse de la gente y no pensar mal, alejar la mosca de detrás de la oreja y asumir como ciertas pequeñas e intrascendentes mentiras que no dañan a nadie.

Hoy, que ya abandono mi retiro, estoy en condiciones de afirmar que el rayo verde existe, ¡vaya si existe!, solo hace falta querer verlo y dejar que nuestros ojos vivan la ilusión de haberlo observado, luego de fijar la vista en el naranja rojizo del sol de poniente. Anoche me di cuenta de que la ilusión crea esperanza y que por eso hay que fomentarla, al menos en el momento de quedarnos dormidos, aunque solo sea para tener sueños placenteros.

CODA. Me he permitido en este penúltimo domingo de agosto, hacer vaga y amena literatura, porque realmente apenas hay nada que rascar que no haya sido comentado, y me niego a debatir sobre el vestido de Victoria Federica y de Gunilla von Bismarck, de si Jennifer López se separa de su recién estrenado marido, el guapísimo Ben Affleck o sobre la nueva faceta de José Andrés como bombero, que me parece muy bien y muy solidario. Como diría Rhett Butler a Scarlata O’Hara en “Lo que el viento se llevó”, “francamente, querida, me importa un bledo”. Y como dice ella para rematar la película “mañana será otro día”.