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Por qué lo hicimos

En los 70 y los 80 la gente bebía ginebra y whisky en los despachos, mandaba a sus hijos a por las botellas de vino de casa

Ahora sale en las series lo de don Juan Carlos y encima da dinero y hace famosos a los realizadores y directores. Me pregunto si es un servicio a la verdad.

Se cuenta la historia erótica de un hombre de 84 años, cuyos desmanes se financiaban con cargo a los fondos reservados, y todo el mundo se rasga las vestiduras. Me van a perdonar que yo no me rasgue nada, a lo mejor porque no me sobra ropa. Yo he crecido, como el director de «Salvar al Rey», en el silencio deliberado sobre la vida sexual de Juan Carlos I. Y no me arrepiento.

Sabíamos que cogía una moto y salía de Zarzuela, esquivando a los servicios de seguridad, para meterse en alguna cama. Sabíamos que la Reina lo sabía y lo sufría, y la respetábamos doblemente por ello. Por las redacciones corrían fotos de Nadiuska, Bárbara Rey, Marta Gayá, de tantas y, sinceramente, nos escandalizaba muy poco. Crecimos profesionalmente con la convicción de que los devaneos reales no interesaban. La razón de esta tolerancia era nuestro temor a perder lo que teníamos, un sistema político nuevo que valorábamos más que el cotilleo y que sabíamos frágil. Veíamos cosas difíciles hacerse realidad y no queríamos debilitarlas, cosas como Carrillo y Fraga trabajando juntos, constituciones y leyes donde cabían comunistas, católicos, derechas, izquierdas y medio pensionistas y la Corona, en medio, dejando espacio y ayudando. ¿Por qué nos iba a frenar que el monarca fuese adúltero?

Francamente, me niego a escandalizarme con 57 años de lo que no me horrorizó de joven. Los directores enormes con los que he trabajado en los diarios ayudaron al Rey para ayudarse a sí mismos, para sostener lo que estábamos creando todos. Ahora que existe y es sólido no pienso solidarizarme con a los que quieren destruirlo, esos más puritanos que Torquemada, que de repente se han convertido en guardianes de la moral.

Somos hijos de hombres que vivieron la época del «destape» y el «alterne», las vedettes explosivas y bellísimas, la apertura obsesiva después de tiempos igualmente obsesivos, en los que era posible fabricar una fantasía sexual a partir de un tobillo tapado o el borde entrevisto de un escote. En los 70 y los 80 la gente bebía ginebra y whisky en los despachos, mandaba a sus hijos a por las botellas de vino de casa y pedía a los amigos que trajesen películas prohibidas de Perpiñán. ¿Ahora vamos a revisar y censurar las cintas de Susana Estrada y Ágata Lys? ¿O el Interviú?

Qué viejuno todo y cuánto me suena a lo del árbol caído y el perro flaco.