Guerra en Ucrania

Esos ojos perdidos

Rusia no es ya tan grande, pero es un oso herido con garras nucleares que puede avanzar hacia la desesperada: morir si al final se ve ya muerto

Marina trabaja de camarera en un bar de la costa. Es eficaz y tiene carácter. Se ha acostumbrado a las reacciones de sorpresa y afecto cuando los clientes descubren que es ucraniana. No por eso deja de agradecerlas. Le gustan. Alimentan su ánimo herido, como una pastilla para el alma rota por ver su país devastado y sin más horizonte que el dolor y la sangre. Vamos a ganar, le dice al periodista cuando éste le confiesa su admiración por el coraje de sus compatriotas. «Siempre hemos estado en guerra y siempre hemos tenido a los rusos encima: cuando éramos la Unión Soviética y cuando aspiramos a ser un país libre».

Cuando empezó la guerra consiguió traerse a su madre y dos de sus hermanas. Su hermano sigue allí, y no sabe nada de él. «Seguro que está bien, siempre sabe salir de todos los líos».

Hoy Marina contempla en la tele las despedidas de los rusos a sus familiares movilizados y las largas colas para salir de Rusia ante el temor de cientos de miles de hombres a ser llamados en la siguiente leva: se empieza por los reservistas y los presos y los detenidos, y luego seguirán los jóvenes en edad militar o cualquiera que pueda empuñar un arma. Las guerras son siempre así: disputas entre líderes por las que se matan sus pueblos. Le recuerdan las mismas imágenes de sus compatriotas diciendo adiós a quienes se iban al frente, o escapando hacia Polonia o Rumanía en los primeros días de guerra. Pero es diferente, claro: entonces era la desesperada huida de quienes sufrían una invasión, la de hoy es el intento de evitar tener que sumarse a ella. Imagina Marina a esas familias que veían de vez en cuando en la televisión noticias sobre la operación en Ucrania para limpiarla de nazis, y sentían cómo crecía su ardor guerrero, su nacionalismo, su patriotismo de salón sin compromiso. Ahora ya la cosa cambia. No es lo mismo ver una invasión en la cena mientras cambias de canal, que ser llamado a filas para participar en ella porque es una guerra y tu país te necesita. Se te debe bajar la fiebre nacionalista a la planta de los pies. Al contrario que en Ucrania: la invasión, la guerra, enardeció un sentimiento propio de independencia, de libertad, de oposición al sometimiento de una dictadura agresora, y está sirviendo para cambiar el curso de la guerra. Ante el ataque, los ucranianos se crecen y los rusos se achantan. Para los primeros es su guerra, para los segundos la de sus gobernantes.

Marina le dice al periodista que van a ganar, pero en el fondo sabe que eso es más un sueño, un deseo intenso y profundo, que una posibilidad real. Rusia no es ya tan grande, pero es un oso herido con garras nucleares que puede avanzar hacia la desesperada: morir si al final se ve ya muerto. Le sorprendió que Europa no creyera que Putin iba a invadir su país, que solo Estados Unidos expresara certeza ante una Unión Europea que seguía anclada en el sueño de libertad continental. No se lo creyeron y aquí estamos, con el país arrasado y Europa amenazada por armas nucleares. No son tan listos los europeos, piensa Marina, cuando durante décadas han estado amarrando su destino al gas ruso sin pensar ni por un momento que eso podría causar problemas si Rusia decidía girar el tablero. La gran potencia alemana no es tan potencia si se le rasca un poquito.

Putin ha sido derrotado en lo político y en su estrategia, pero Rusia no admitirá jamás una derrota, antes se lleva por delante lo que haga falta. Tampoco permitirá que Ucrania recupere el Dombás –allí está Mariupol, la ciudad arrasada que nunca volverá a ser lo que fue–, o la península de Crimea.

El corazón de Marina late impulsado por el deseo de seguir echando a los rusos de su país aunque no se puedan alcanzar los objetivos ideales. Pero a veces, cuando se detiene en la mirada perdida de su madre, en su tristeza infinita por el país perdido y la vida rota, se pregunta si no habrá que pensar en algún momento en acabar con todo esto. A ella ya se le agota el dinero para mantener a su familia y ha oído que a muchas familias de acogida ya se les hace más que cuesta arriba seguir albergando en su casa a refugiados. Le gustaría poder abrazar a Víctor, su hermano, que esté vivo y tenga futuro.

Vuelve a ver en la tele las imágenes de mujeres que entre lágrimas despiden a sus hombres camino de la guerra. Quizá no vuelvan a verse nunca. Definitivamente esto tiene que acabar. Mira a su madre que de repente atiende a las imágenes de la tele. Son rusos, le aclara. ¿Y qué?, responde, sufren y van a sufrir, igual que nosotros.

Y quizá tenga razón. No sabe si un Putin débil es el mejor interlocutor posible, pero de las dos opciones que tiene, ir hacia adelante y arrasar más allá de lo que habíamos pensado, o sentarse a hablar para evitar que el desastre sea universal, quién sabe si forzarle a lo segundo o intentarlo no sería lo más inteligente ahora.