Reina Isabel II

El viejo caballo huérfano de la Reina Isabel

Cuentan que la Reina sintió por ella un flechazo. La había criado Thomas Captick, que murió en 2015. Su viuda comentó que el mayor orgullo de su marido había sido criar al caballo de lsabel II

El lunes por la mañana, arreglaron a la vieja Emma según la costumbre habitual. Peinaron sus crines y su cola, limpiaron las ranillas de sus cascos, revisaron sus herraduras, cepillaron su capa negra, limpiaron sus belfos y untaron de betún negro sus cascos como si calzara unos zapatos nuevos. Después, la vistieron con la mantilla, la silla, la cincha, la cabezada y, sobre la silla, el pañuelo de Hermes con el que su dueña se cubría el pelo durante los paseos. El mozo real, Terry Pendry le dijo una palabra cariñosa, la tomó de las riendas y la sacó de las cuadras del castillo de Windsor como un día más, solo que con un aire más grave, más triste, pues ese día iba a ser distinto: esta vez, la Reina de Inglaterra no se subiría en ella.

Isabel nunca volvería a montar a su querida yegua poni negra Emma después de veinte años de aventuras, juegos, complicidades y una fidelidad mutua a prueba de los años y de la vejez de ambas. Se encontraron hace dos décadas cuando Emma era poco más que una yegua joven de cuatro años, una potra, e Isabel ya contaba con 76. Cuentan que la Reina sintió por ella un flechazo. La había criado Thomas Captick, que murió en 2015. Al fallecer, su viuda comentó ante la prensa que el mayor orgullo de su marido había sido criar al caballo de lsabel II.

En los paseos ya calmados por el paso de los años no había rastro de ceremonia ni afectación alguna. Isabel montaba a Emma en compañía de Terry y la inocencia de la escena devolvía la imagen de la reina a aquella niña apasionada por la equitación que cabalgaba ponis con una sonrisa. La joven sobre cuyos hombros cayó inesperadamente el peso de la historia montaba con las piernas ligeramente adelantadas, las manos un tanto altas, una sonrisa en la boca y una despreocupación en el manejo de los aires, como si la guiara el simple placer de subirse a un caballo, una costumbre de la que nunca pareció aburrirse.

Terry tomó a Emma de las riendas y caminó con ella hasta la vera de la carretera del Long Walk que recorrieron los restos de la Reina de Inglaterra desde la Abadía de Westminster hasta el Castillo de Windsor. La yegua esperó junto al mozo real –botas, chaqueta, medallas y bombín– en calma, perfectamente cuadrada hasta que, al paso del ataúd de su dueña, levantó la mano izquierda como si la saludara.

Igual lo hizo porque le molestaba una mosca. Nunca lo sabremos, pero el jueves volví a ver a Khal, la purasangre inglesa que llegó a mí con cuatro años, los que tenía Emma cuando se encontró con la monarca y, aunque no soy rey, volví a entrar en la cuadra después de un tiempo, a sentir su olor y su calor, la manera de posar el hocico en mi pecho y de mirar dentro de mí, como si supiera más de mí que yo mismo. Como si encontrara por ahí dentro las razones de la ausencia que yo mismo desconocía. Como si preguntase: ¿Dónde has estado? Hay algo mágico en un caballo que espera a su jinete, por eso el hombre, por más que se empeñe en alejarse, en inventar motos, coches y aviones, por mucho que quiera convencerse de que puede vivir pie a tierra, después de un tiempo –no importa cuánto–, siempre vuelve a su caballo. Al menos, hasta que ya no regresa, y el caballo entonces se queda solo. Eso hace la muerte: descabalgarnos.