Política

Alfonso Guerra

De ahí que Alfonso moleste porque basta un chiste suyo para que sus adversarios sean ridículos, que es lo peor que le puede pasar a una persona humana

No invitar a Alfonso Guerra a los actos del cuarenta aniversario de la victoria socialista de 1982 es exponerse a tipo fijo al dardo del ex vicepresidente que mejor ha contado chistes en España. Cuando Guerra fue grande era Chiquito haciendo la competencia a Eugenio y a los catalanes de los que nunca se fio mucho. Aznar era su «fistro». Pobre Aznar. Los chistes le salían al revés.

Había en España otro sentido del humor, y hasta del amor, que entonces las parejas de la alta sociedad se rompían por los Albertos y las bragas de Marta Chávarri y no por un beso de Íñigo Onieva. El amor se está perdiendo, como las comas y los acentos. Llegará un día que no tendremos una tilde que nos resguarde ni signos que nos protejan. Fíjense cómo ha cambiado el panorama, hasta llegar a esta asfixiante acequia de agua estancada, que Alfonso Guerra parece hoy un político de estatua levantada por suscripción popular pero en los noventa fue conocido por ser el hermano de un presunto ladrón, Juan Guerra, y por coger el Mystére, que era el Falcon de entonces.

Si todos nos aplicamos el cuento diríase que hemos ido a peor, aunque no sea cierto. Contaban que Guerra era el Sancho Panza del Quijote Felipe González si bien me malicio que el verdadero idealista era el que ahora sus propios compañeros han querido olvidar. Alfonso había leído a Machado y a veces lo recitaba o se lo recitaban para afearle el verso. Si los viejos socialistas nunca mueren ahí está el hombre para recordarlo a la vieja guardia, la que no se entera de nada, la superada por Adriana Lastra y Pilar Alegría, al borde de la gerontofobia por lo mal que toman las opiniones de sus mayores. De ahí que Alfonso moleste porque basta un chiste suyo para que sus adversarios sean ridículos, que es lo peor que le puede pasar a una persona humana. Mejor bajar las escaleras como Norma Desmond a la andaluza a que un aprendiz socialdemócrata termine su intervención y se oigan unas risas enlatadas mientras se dirige digno hacia su escaño.