Sedición

Sedición y orden público

La pregunta en definitiva que nos tenemos que hacer es si con la desaparición del delito de sedición se fortalece o debilita el Estado de derecho

Los grupos parlamentarios Socialista y de Unidas Podemos han presentado una proposición de ley orgánica para la modificación del Código Penal. Entre otras novedades, la más relevante es, sin duda, la que suprime en nuestro ordenamiento jurídico el delito de sedición (artículos 544 a 549), y modifica el artículo 557 que hace referencia a los desórdenes públicos. Este nuevo delito establece penas de entre seis meses y tres años para quienes actúen en grupos con el fin de atentar contra la paz pública, ejecuten actos de violencia e intimidación sobre las personas o las cosas, obstaculice las vías públicas o invadan instalaciones y edificios públicos; y, cuya penalidad puede extenderse, en su caso, hasta un máximo de cinco años de prisión.

La ubicación doctrinal y legal del delito de sedición siempre ha sido problemática, habiendo optado el legislador en 1995 por colocar a la sedición dentro del título de los delitos contra el orden público. Sin embargo, el delito de sedición hace referencia de manera principal a la conducta de quienes se alzan para impedir u obstaculizar el cumplimiento de la ley y/o de las resoluciones judiciales, que es una cosa muy distinta de la conducta de aquellos directamente encaminada a provocar desórdenes públicos.

El Código Penal es la norma más importante después de la Constitución. Muchas veces se ha hablado así de que el Código Penal es una constitución en su versión negativa. Y es que los valores que establece la Constitución los define y concreta el Código Penal y si no los protege es una manera de dejarlos sin efecto.

Pues bien, el concepto de orden público que se recoge en la Constitución está directamente relacionado con el ejercicio de los derechos fundamentales y libertades públicas reconocidas en el propio texto constitucional. El orden público protegido por la ley representa, por ejemplo, un límite constitucionalmente expreso para el ejercicio de las libertades de culto y religiosa (artículo 16). En democracia no puede existir un orden público como una suerte de «deus ex machina» que en todo momento apodera al poder para intervenir en la esfera de libertad de los ciudadanos. De esta manera, el orden público no puede ser interpretado, en palabras del Tribunal Constitucional, en el sentido de una cláusula preventiva frente a eventuales riesgos, porque en tal caso ella misma se convierte en el mayor peligro cierto para el ejercicio de ese derecho de libertad. Así, solo en los casos que se acredite en sede judicial la existencia de un peligro cierto para la seguridad, la salud y la moralidad pública, tal como han de ser entendidos en una sociedad democrática, es pertinente invocar el orden público como límite al ejercicio del derecho a la libertad religiosa y de culto, que antes señalamos.

El Tribunal Constitucional ha indicado, pues, cómo debe interpretarse esa cláusula «a la luz de los principios del Estado social y democrático de Derecho consagrado por la Constitución», entendiendo como contrapartida como «desorden material el que impide el normal desarrollo de la convivencia ciudadana en aspectos que afectan a la integridad física moral de personas o a la integridad de bienes públicos o privados».

Por lo que suprimir el delito de sedición implica dejar sin sanción penal aquellas conductas de quienes atenten contra los principios y valores constitucionales del respeto a la ley (artículo 10 CE) y del cumplimiento obligado las sentencias y demás resoluciones judiciales (artículo 118 CE). Porque, la sedición en realidad significa una «rebelión en pequeño» como ha dicho nuestro Tribunal Supremo, una revuelta contra el orden existente por medio del alzamiento contra los postulados básicos de ese orden legal que son las leyes y las sentencias de los tribunales de justicia.

La pregunta en definitiva que nos tenemos que hacer es si con la desaparición del delito de sedición se fortalece o debilita el Estado de derecho, y no hace falta recordar el levantamiento contra la legalidad vigente sucedido en Cataluña hace cinco años, sino que es suficiente con comprobar las dificultades que ahora encuentra en Cataluña el cumplimiento de las sentencias en materia lingüística.

Pero es que, además, extender los delitos de desórdenes públicos a nuevos tipos agravados puede llegar a abrir la puerta –que parecían cerrarse con la revisión de la ley mordaza– a nuevas restricciones en el ejercicio de las libertades públicas. Algo en lo que seguramente no han caído los autores de la citada proposición de ley.

Alfonso J. Villagómez Cebrián es magistrado y autor del libro «Las fuerzas y cuerpos de seguridad: del orden público a la seguridad ciudadana» (Xunta de Galicia, 1997).