Javier Sierra

Terribilis est locus iste

Se percibe cierta «presencia» en su galería, un susurro sutil que hiela la sangre

Mis pasos retumban otra vez en la penumbra del oráculo de Cumas. Aquí, junto a Nápoles, a la vera de los Campos Flegreos en los que Dante imaginó el descenso ad inferos de Virgilio, llaman «antro» a su galería excavada en piedra. No es un sitio cualquiera. Hace veintisiete siglos, exiliados griegos eligieron esta colina para comunicarse con Apolo. Cuentan que el dios observó complacido a la joven virgen que habían seleccionado para mediar con él y que éste, pérfido como todos los de su especie, enseguida le prometió colmarla de bienes si le permitía gozar de su cuerpo. «Pídeme lo que quieras», susurró libidinoso. La sibila, impresionada, pero sabiendo también cómo se las gastaban los del Olimpo, tomó entonces un puñado de arena entre las manos poniéndole como precio que le diera tantos años de vida como granos contuvieran sus dedos. Apolo la miró enternecido y aceptó el trato. Dio a la joven lo que pedía, la sedujo, y tras regresar a los cielos dejó que cumpliera un siglo tras otro. Su historia, sin embargo, no terminó ahí. La muchacha no había precisado que junto a la vida eterna deseaba también la eterna juventud, así que su cuerpo fue languideciendo durante eones, secándose como un sarmiento.

Al recorrer esta semana Cumas, envuelto en la atmósfera mágica de su corredor trapezoidal de 130 metros de largo, he revivido el mito. Pero, sobre todo, he recordado los relatos de otros viajeros que, al perderse en sus recovecos, juraron haber visto lo que quedaba de la pobre sibila. Dijeron que estaba acurrucada en un rincón, cubierta de hierba, reducida al tamaño de un homúnculo, murmurando desesperada «quiero morir, quiero morir».

El golfo de Nápoles está lleno de historias así. Y lo entiendo. El deseo de vencer a la muerte ha obsesionado a todos los que han vivido bajo la ominosa presencia del Vesubio. Cuando en 1816 Mary Shelley construyó su personaje más universal, el doctor Viktor Frankenstein, le hizo decir «nací en Nápoles». Lógico. En la imaginación de los románticos, su bahía era la cuna ideal para un héroe empeñado en burlar a la muerte. Mary la recorrió a fondo solo dos años después de escribir la novela. Lo que ya no es tan conocido es que, una década más tarde, publicó también otra historia de aroma napolitano. Una que dijo haber encontrado, precisamente, en el oráculo de Cumas.

Cuando exploró su galería, la Shelley aseguró haber tropezado con algo único: los últimos escritos de la sibila. Mary no oyó sus lamentos, ni vio su maltrecho cuerpo, pero recogió del suelo unas hojas en verso, con textos en idiomas antiguos y modernos, que anunciaban la llegada de un inminente fin del mundo. La escritora se llevó a casa aquellas líneas y armó con ellas un libro, El último hombre. La fama de Frankenstein siempre opacó aquel trabajo, pero leído hoy produce más escalofríos que su monstruo hecho de cadáveres.

El último hombre arranca en el año 2092, cuando una extraña peste llegada de China causa estragos en el mundo. El mal alcanzará Italia, luego Inglaterra, provocará desórdenes sociales, una desestabilización política sin precedentes y hasta la aparición de un nuevo mesías. Y, al final, solo un superviviente, un cierto Lionel Verney, escribirá un diario con lo sucedido, sabiendo que será lo último que dejará atrás nuestra especie.

He vuelto a Nápoles, entre otras cosas, para reconstruir los pasos de Mary e identificar su fuente de inspiración. El antro de la sibila cumana no ha cambiado apenas. Su magnetismo sigue intacto. Excavado hacia el 750 a.C., ese agujero trapezoidal, magnético, ejerce todavía un extraño influjo en el visitante. Se trata de un escenario que lo mismo podría adaptarse a una novela histórica que a una de ciencia-ficción. Se percibe cierta «presencia» en su galería, un susurro sutil que hiela la sangre. Seguramente, deduzco, Mary se dejó llevar por él, retorciendo más tarde sus recuerdos hasta transformarlos en novela. Todos los escritores lo hacemos. Pero ha sido ahora, al regresar al centro de Nápoles, cuando me he dado cuenta de algo más. Recorriendo sus callejuelas, caigo al fin en por qué hizo nacer aquí a su famoso doctor. En la catedral, tres días cada año, se produce aún un fenómeno que los Shelley admiraron: la vuelta a la vida, al estado líquido, de la ampolla con la sangre de San Genaro. El «milagro de la licuefacción» parece sacado del laboratorio de don Viktor. De hecho, si todo va bien, el prodigio volverá a repetirse este viernes y la ciudad entera volverá a estremecerse con él.

Pero creo que Frankenstein tiene una deuda más con Nápoles. En concreto, con dos enigmáticas «máquinas anatómicas» construidas hacia 1763 por un noble napolitano llamado Raimundo di Sangro. Las visité por primera vez treinta años atrás y lo que escribí entonces sobre ellas causó un gran revuelo. Di Sangro había logrado petrificar, mediante un procedimiento desconocido, el sistema venoso y arterial de un hombre y una mujer. Colgados en sendos armarios, hoy los turistas los contemplan con horror. El espectáculo es dantesco, pero desde hace una década –tras la restauración de la capilla que los alberga– ambas «máquinas» se han convertido en una gran atracción. ¡Y no hay quien me quite de la cabeza que Mary Shelley las visitó antes que nadie!

Ahora estoy seguro: terribilis est locus iste. Este lugar de la tierra es tan terrible como inspirador.

Javier Sierra es escritor y premio Planeta de novela.