Historia

Franco y lo sobrenatural

Los nombres que leía iban dejándome perplejo. Allí descansaban ministros, generales, empresarios, intelectuales, inventores… unas quinientas sepulturas y más de mil nichos que eran Historia

La última tarde de 2022 tuve un curioso tropiezo. Había decidido no dedicar demasiada energía a las celebraciones de Nochevieja y acepté la invitación de un buen amigo para almorzar en su pueblo. David Zurdo es escritor y guionista profesional. Nos conocimos hace más de dos décadas, hemos trabajado juntos en algunos proyectos, y en este tiempo su bonhomía se ha ganado todo mi afecto. Por eso, cuando me propuso que nos reuniéramos en El Pardo, a las afueras de Madrid, para charlar y ponernos al día, no lo dudé. Fue en los postres cuando me propuso algo desconcertante: «¿Qué te parece si nos acercamos al cementerio y vemos dónde han enterrado a Franco?». La idea era extraña –al propio David, tras soltarla, también se lo pareció–, pero la tarde se había quedado buena, El Pardo estaba más vacío que de costumbre, y el camposanto de Mingorrubio iba a estar abierto hasta las cinco. Zurdo jugó aquello con ventaja. Sabía que los cementerios me atraen desde siempre. Los visito cada vez que puedo, sean grandes o pequeños, monumentales o de pueblo. Con frecuencia digo que lápidas, conjuntos escultóricos y epitafios encapsulan historias que se han quedado a medio contar, y el de Mingorrubio tenía que ser una biblioteca en potencia.

Pasaban solo unos minutos de las cuatro cuando cruzamos su verja y, tal y como David previó, el lugar estaba desierto. Mi acompañante decidió entonces distraerme por otras tumbas antes de llegar a la que quería mostrarme. Los nombres que leía iban dejándome perplejo. Allí descansaban ministros, generales, empresarios, intelectuales, inventores… unas quinientas sepulturas y más de mil nichos que eran Historia, y que parecían flanquear la capilla de granito en cuya cripta descansaba Franco tras su exhumación del Valle de los Caídos en 2019. La capilla, por cierto, estaba cerrada, así que nos dimos un tiempo para pasear nuestra mirada por su reja exterior. Banderas de los tercios, de la Legión, ramos y coronas de flores rojas y amarillas, indicaban que aquel lugar no estaba precisamente olvidado. Pero lo que más nos intrigó fue una colección de pequeños estandartes historiados a los que se habían adherido fotografías de personas poco conocidas. Una me cautivó enseguida. «Madre Ramona María del Remedio, protectora de Franco». Al fijarme mejor confirmé que, en efecto, era una vieja «amiga»: Ramona Llimargas, «la catalana». Había estudiado su caso hacía tres décadas, cuando documenté mi primera novela, La dama azul. Como la protagonista de aquel relato (sor María de Jesús de Ágreda, 1602-1665), Ramona también gozó del don de la bilocación. Podía estar en dos lugares a la vez. De esa vecina de Vic los partidarios de Franco dijeron no solo que «dormía con los ojos abiertos», entrando en trances desde niña, sino que a comienzos de la Guerra Civil empezó a bilocarse a Burgos, a las estancias privadas del general, y a conversar con él… ¡en catalán! Ramona, única superviviente de una familia de siete hermanos, no decía palabra en castellano, y la leyenda –alimentada después por el Régimen– asegura que debía de hablar despacito al Caudillo para que la entendiese.

El estandarte afirmaba, además, que Ramona salvó a Franco de ser envenenado en Zaragoza, y que incluso lo ayudó a alejarse de los planes de Hitler para que España entrara de lleno en la Segunda Guerra Mundial. Paul Preston no estaría de acuerdo. Pero junto a semejante explicación, otra banderola recordaba el llamado Milagro de Empel, un episodio de 1585 que llevó a un desmoralizado tercio español a vencer a la flota protestante del almirante Honhenlohe-Neuestein, tras el hallazgo en una colina de una tabla de la Virgen de la Inmaculada. Y un palmo más allá, un tercer estandarte evocaba a la carmelita Maravilla de Jesús, santa desde 2003, fundadora de varios conventos, entre ellos uno en el Cerro de los Ángeles, tras una visión sobrenatural muy cara a Franco.

«¿Te extraña?», me interrogó David, oteando aquel catálogo de prodigios. «El poder y lo sobrenatural siempre han ido de la mano. Puedes rastrearlo desde los arúspices y sibilas que acompañaban a los emperadores romanos, a los babalaos que consultaban Fidel Castro o Chávez». David tenía razón. Hace años publicó La vida secreta de Franco, y haciendo memoria allí mismo, no nos cuesta enumerar otros «guías mágicos» del dictador que, sin embargo, nadie había clavado en la reja. Como Mercedes Roca, «Mersida», la bruja rubia y de ojos claros de Marruecos que le echaba las cartas antes de la sublevación. O Corinto Haza, el comerciante de Tetuán devenido en adivino, que terminó inspirando el «Victor», el singular talismán protector que Franco utilizaría en muchos de sus actos públicos. O su propio hermano mayor, Nicolás, que adquirió fama de brujo cuando encontró «por intuición» al menor de la familia, Ramón, tras un accidente de hidroavión en 1929. O incluso, por citar una más, a la beata sor Eusebia Palomino, fallecida en 1935 pero cuyos últimos años pasó redactando unas memorias llenas de «visiones de sangre» sobre una futura Guerra Civil, en las que veía hordas de hombres gritando «¡Muera la religión! ¡Abajo los crucifijos!», y que el dictador conoció cuando todo aquello ya era Historia.

Preston, por cierto, acaba de publicar una última aportación al retrato del dictador, describiéndolo como alguien astuto y cruel pero, también, muy crédulo en estas cosas. Que son las que, curiosa y literalmente, lo han acompañado hasta su última morada. De momento, claro.

Javier Sierra es escritor y Premio Planeta de novela.