Tribuna

Agua, comida, vacío y el salvaje oeste

Cuando dentro de no muchos años el incremento de la demanda de alimentos se traduzca inevitablemente en un incremento de los precios mundiales, nos encontraremos en la contradictoria situación de tener la necesidad de importar materias primas agrarias cada vez más caras, e incluso de afrontar situaciones de escasez

Una característica perdurable de la mentalidad española, que viene de muy lejos, es cierto apático desinterés por los asuntos internacionales y por los fenómenos de alcance global que inexorablemente acaban afectando a nuestra forma de vida, sin que nuestras lamentaciones sirvan para otra cosa que para plañir en funerales de causas fenecidas.

Una de las más significativas es el reto demográfico a nivel mundial y todas las consecuencias que del mismo se derivan. Las estimaciones más serias y mejor respaldadas que se manejan hoy calculan que la población mundial se incrementará hasta 2050, alcanzando aproximadamente la redonda cifra de diez mil millones.

No solo el número absoluto de personas gravita sobre los recursos del Planeta. Además lo va a hacer la demanda agregada planetaria, que va a incrementarse, también inexorablemente, como consecuencia del desarrollo económico y del crecimiento general de las clases medias.

Como consecuencia de estos factores, se estima que para 2050 el consumo mundial de alimentos se habrá incrementado en un 60%, lo que supondrá efectos considerables para el sistema agroalimentario de todos los países del mundo. Una consecuencia, inevitable, será que el crecimiento de la demanda se traducirá en un incremento del precio de los alimentos.

El debate sobre como paliar estos efectos se sitúa de forma central en todas las Organizaciones Multilaterales implicadas. Parece que solo podrán corregirse mediante un incremento de la productividad, controlando los posibles efectos perniciosos para el medio ambiente, la acuicultura, la reducción de las perdidas y desperdicios de alimentos y una modificación de los hábitos alimenticios hacia dietas saludables y sostenibles, como la Mediterránea y la Japonesa.

Bueno, pues en nuestro país la ausencia de debates prospectivos al respecto es clamorosa y eso que la situación española no es demasiado halagüeña a este respecto. Somos un país con una agricultura próspera y competitiva, lo que nos ha convertido en una potencia exportadora. Pero dependemos fuertemente de la importación de materias primas básicas. Se ha demostrado con el brutal incremento del precio de los alimentos derivado del conflicto en Ucrania. Nuestros hábitos alimenticios están evolucionando negativamente, con un abandono progresivo de la dieta hispano - mediterránea y su sustitución por el consumo excesivo de alimentos elaborados.

Estamos también situados en una posición geográfica que nos hace especialmente sensibles a las posibles crisis alimentarias que se produzcan en África y el Oriente próximo, a las que en ningún caso podremos mantenernos indiferentes, especialmente porque se transformarán en oleadas migratorias imparables.

Paralelamente estamos asistiendo al vaciamiento de buena parte de nuestro territorio nacional. Muchas comarcas del mundo rural se encuentran en estado preagónico, miles de pueblos quedarán desiertos en los próximos veinte años y con ellos desaparecerán costumbres, conocimientos, tradiciones y monumentos que ya nadie cuidará. También desaparecerá una parte del patrimonio agrícola, y con él nuestra capacidad productiva, pues además la inmensa mayoría de nuestra población autóctona rechaza el trabajo agrario, que ya hoy es ya realizado en gran parte por asalariados inmigrantes.

Así que cuando dentro de no muchos años el incremento de la demanda de alimentos se traduzca inevitablemente en un incremento de los precios mundiales, nos encontraremos en la contradictoria situación de tener la necesidad de importar materias primas agrarias cada vez más caras, e incluso de afrontar situaciones de escasez, mientras disponemos de un enorme capital agrario ocioso, porque no existirán suficientes agricultores con los conocimientos y la vocación necesarios.

Solo las zonas en las que la productividad agraria y las condiciones socioeconómicas sean adecuadas escaparán a esta dinámica. Pero para incrementar la productividad en la mayor parte de España el principal factor limitante es el agua y no se divisan en el horizonte político actual planes ambiciosos para incrementar la disponibilidad del líquido elemento, imprescindible para la agricultura.

Pero como la naturaleza aborrece el vacío, es muy posible que existan alternativas no del todo deseables. Con toda probabilidad una parte significativa de nuestras vacías comarcas rurales se rellenarán con la presencia de inmigrantes. Ya está pasando en muchas zonas. De momento una gran parte de la demandada de trabajo extranjero se ha ido cubriendo con inmigrantes europeos. Pero a la larga serán magrebíes y centroafricanos quienes inunden nuestros campos y sustituyan a la población autóctona.

Será un proceso lejanamente similar al que acaeció en el salvaje oeste al final del SXIX. En este caso los indígenas serán nuestros ancianos. La población autóctona, escasa y débil, la constituirán las pocas personas mayores que permanezcan en las zonas rurales más desfavorecidas. Estarán condenadas a la desaparición o a la reserva (residencias y geriátricos). Mientras tanto se concederán tierras y viviendas a los inmigrantes que deseen instalarse, como sucedió con los incultos y en algunos casos brutales inmigrantes europeos en las sucesivas oleadas que repoblaron el oeste de los EEUU y grandes zonas de Australia, Canadá y Argentina.

Lo que pase después constituiría otro debate interesante, aunque a nosotros nos afectará poco. Todo esto puede parecer muy lejano, pero en parte ya está pasando.