Tribuna

Antígona en Rusia

Las cuestiones que plantea el mito son palpitantes hoy como ayer: en la Atenas del siglo V a.C., la Alemania de los 70 y la Rusia actual

Cada día constatamos que los clásicos están de actualidad y que nada de lo que suceda en el día a día –en la actualidad política nacional o internacional, en la sociedad o la cultura– parece ajeno a lo que hace dos milenios dejaron escrito griegos y romanos en sus inagotables obras. Y es que un clásico, como bien dijo Italo Calvino –en lo que ya se ha convertido casi en una definición proverbial–, nunca termina de decir lo que tiene que decirnos. Nada más útil que recordar el nombre de cualquier obra o personaje clásico para que al punto venga a la memoria un patrón de comportamiento, un arquetipo, un motivo o una metáfora que otorgan un entendimiento instantáneo de lo que ha sucedido. Algo así pasó cuando Josep Borrell habló hace poco del «momento Demóstenes» de Europa ante la guerra de Ucrania. Enseguida vino a la mente la última etapa de independencia de la democracia ateniense, personificada por Demóstenes, frente al monarca totalitario que venía del noreste, Filipo de Macedonia, y que acabaría con las libertades griegas. También, por supuesto, remitía a sus famosas «Filípicas» y a la imitación de estas por parte de Cicerón contra Antonio en el ocaso de la república romana. En fin, la pugna arquetípica entre libertad y despotismo, la palabra y la fuerza, la oratoria y la guerra. Y es que hay antiguos argumentos universales, quintaesenciados en la literatura clásica, con los que se puede leer en clave mitológica y estético-literaria la actualidad: son patrones persistentes que se ven en la narrativa, anclados en la historia y que continuamente afloran en nuestras vidas.

Hace poco vimos a una mujer indefensa alzar la voz ante un déspota: una viuda reclamaba el cuerpo de su marido para enterrarlo y llorar, frente a la cerrazón de unas leyes injustas que se lo negaban o retrasaban su entrega. Yulia Navalnaya, viuda de Navalny, representaba una antigua tragedia pues, inmediatamente, brotaron las comparaciones con otro motivo arquetípico, el de Antígona frente a Creonte, que aparece magistralmente tratado en la tragedia celebérrima de Sófocles. Recordemos su argumento. Antígona de Tebas es hija de Edipo, de familia marcada por el dolor. Ya sabemos que la tragedia griega ejemplifica todos los tabúes más arraigados de la humanidad –el incesto o la violencia en la familia–, pero también los más hondos dilemas morales. Antígona es hermana de Eteocles y Polinices, que han muerto trágicamente combatiendo en dos bandos diferentes en la guerra de asedio contra la ciudad. Mientras que Eteocles defendía Tebas, su hermano Polinices luchaba en su contra. Pues bien, Creonte, nuevo soberano de Tebas, ha decretado que Eteocles sea enterrado con honores fúnebres pero que Polinices, enemigo del Estado, quede como cadáver insepulto para ser devorado por las alimañas. Antígona no puede permitir que el cuerpo de su hermano sufra un destino tan oprobioso y se enfrenta al rey: la tragedia acaba en catástrofe total, con su condena a muerte y su suicidio, al que siguen el de su prometido, hijo del rey, y el de la reina. Como ha visto George Steiner, personifican el conflicto absoluto: joven contra anciano, mujer contra hombre, individuo contra colectivo, ley natural -la que obliga moralmente a sepultar a un hermano- contra la ley positiva de la ciudad… Tras la catástrofe, el paisaje es desolador. Creonte queda solo, en una tierra baldía, por no querer aflojar la rigidez de la ley. Antígona es inflexible también en su determinación. Pero tiene de su parte el deber moral.

El caso de la obra de Sófocles es paradigmático de la adaptabilidad de un mismo argumento universal, concretado genialmente en una obra de arte total como era la tragedia, a cualquier época en la que se atisben condiciones semejantes: ahí está la pugna entre razón y sinrazón. La obra fascinó al idealismo y romanticismo alemanes. Hölderlin la tradujo y Hegel la comentó con devoción hablando de ética y política. Luego, en el siglo XX, el de los totalitarismos, Antígona fue representada en momentos de zozobra. Hay una versión de Anouilh, estrenada en París el 4 de febrero de 1944, durante la ocupación alemana, con una Antígona que simboliza la resistencia frente a un Creonte-Pétain. Y una Antígona de Bertolt Brecht (1948) que plantea hondas cuestiones políticas, evocando a un desertor del ejército frente a un Creonte casi nazi. Salvador Espriu escribirá su Antígona en 1939, justo al final de la Guerra Civil, y aludiendo las consecuencias. Las Antígonas del «Nuevo cine alemán» de Fassbinder y von Trotta reflejan en sendos filmes («Deutschland im Herbst» y «Die bleierne Zeit») el opresivo ambiente de los años de plomo de la RAF, la respuesta dudosa del Estado y el suicidio de los terroristas en prisión.

Las cuestiones que plantea el mito son palpitantes hoy como ayer: en la Atenas del siglo V a.C., la Alemania de los 70 y la Rusia actual. El desafío a la ley positiva, la lucha por la libertad del individuo, qué hacer con el cadáver que plantea problemas al Estado... Pero, frente al cuento popular, no hay moraleja o lección claras. Todo es pura problematización arquetípica. De ahí la riqueza del mito. Por ahora, el cuerpo del ya enterrado Navalny y el desafío de Navalnaya, que continúa en pie, de luto y vulnerable frente a Putin, siguen actualizando viejos patrones narrativos. En fin, que si queremos claves del presente, más nos vale seguir leyendo a los clásicos. Como bien dijo Péguy: «No hay nada más viejo que el periódico de ayer y Homero siempre es joven…»