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Tribuna

Asterismos

El control del tiempo fue un avance tan importante como el dominio de la agricultura o la domesticación de animales

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Hace solo unos días levantaba la vista al cielo en busca de la alineación de planetas de la que todo el mundo hablaba. Mercurio, Venus, Marte, Júpiter, Saturno, Neptuno y Urano iban a dibujar una enorme recta en el firmamento antes del amanecer. Mi espera fue en vano. Noches de mal tiempo hicieron imposible ver un desfile cósmico que no volverá a repetirse hasta el año 2492. Y la frustración me hizo recordar cuán necesitados estamos de encontrar siempre un sentido a los cielos. Fue en la remota antigüedad cuando nuestros antepasados acuñaron asterismos para darles forma. Cerca de las Pléyades distinguieron los cuernos de un toro; un poco más allá, junto a la estrella más brillante, Sirio, imaginaron los brazos de un cazador abalanzándose sobre su presa. En la pizarra nocturna no faltaron nunca leones, cangrejos o serpientes, identificados con ese irrefrenable instinto nuestro de imaginar formas donde solo hay puntos dispersos.

Pero, ¿desde cuándo vemos un toro junto a las Pléyades? ¿Y por qué no la costilla de un ciervo o una media luna? Los historiadores aseguran que el zodiaco fue un invento mesopotámico, otra aportación de los sumerios tan genial como el asfaltado de las calles o los edificios de ladrillo. Sin embargo, ahora tengo fundadas razones para sospechar que esa visión –esos asterismos zoomórficos– son mucho más antiguos. Prehistóricos, de hecho.

En septiembre de 1940, con el monstruo de la guerra recorriendo Europa, un aprendiz de mecánico de diecisiete años hizo un descubrimiento alucinante en un pueblecito del suroeste de Francia. Robot, su simpático perro mil leches, se había caído por un agujero a las afueras de Montignac, cerca de Lourdes, y comenzó a aullar dolorido. El chaval se descolgó para rescatarlo y cuando se halló en mitad de una oquedad enorme que se perdía negrura adentro, encendió su mechero. Descubrió una gruta llena de caballos y toros pintados en las paredes. Era la cueva de Lascaux.

El tropiezo de Robot no solo iba a cambiar el escepticismo de los franceses sobre el valor de las pinturas rupestres –en ese momento, todavía se discutía la autenticidad de las de Altamira–, sino que terminaría empujándolos a hallazgos de mayor alcance. La cueva desembocaba en una gran cúpula de piedra. En su perímetro, alguien había dibujado una procesión de toros hacía, por lo menos, diecisiete mil años atrás. Marcel Ravidat –así se llamaba el chico– dio la alerta en el pueblo, y un profesor del colegio se encargó de alertar a los primeros expertos. Enseguida se fijaron en el «toro número dieciocho», un bóvido colosal, de más de cinco metros de envergadura, que parecía dirigir la manada. El animal tenía rasgos singulares: unos puntos en forma de uve adornaban su mejilla, y un conjunto de siete manchas gravitaban cerca de sus cuernos. ¿Qué querría decir aquello? En 1984, Michael Rappenglück, un astrónomo alemán, al fin les encontró un sentido. Si se aceptaba que el gran toro era una prefiguración de la constelación de Tauro, las manchitas se corresponderían –numérica y posicionalmente– con el cúmulo estelar de las Pléyades. Es más, en sus primeros cálculos concluyó que otros rasgos del dibujo remitían a las Híades, y que el ojo del toro encajaba con la situación que ocupó la estrella Aldebarán respecto a Tauro, hace veinte mil años. ¡Aquellas gentes habían imaginado un toro en el cielo miles de años antes que los babilonios!

Las especulaciones arreciaron, y hubo incluso quien sugirió que el resto de la manada de Lascaux fue pintada solo para representar el movimiento de Tauro a través de la bóveda celeste. ¿Pero para qué querría nadie en el Paleolítico replicar el firmamento en una cueva? La respuesta surgió enseguida: la gruta escondía el primer calendario de la antigüedad; la más antigua intentona –que sepamos– por ordenar el universo y ponerlo a nuestro servicio, tras descubrir que las estrellas se mueven de modo cíclico sobre nuestras cabezas.

El zodiaco, pues, no se inventó en Sumer, ni nuestra obsesión por imaginar asterismos es un producto de la civilización neolítica. Lo de levantar la mirada en busca de alineaciones como la de hace unos días es, en consecuencia, un ejercicio atávico. Pero también algo más: una de las fuerzas motoras que llevó a nuestros oscuros antepasados a inventar el arte.

He reflexionado mucho sobre ello para mi novela El plan maestro. El arte no nació con el propósito de crear belleza, sino con la intención de transmitir información esencial para la supervivencia del grupo. Y no una cualquiera. El control del tiempo fue un avance tan importante como el dominio de la agricultura o la domesticación de animales. Al ver que las estrellas aparecían y desaparecían por el horizonte siguiendo un ritmo que coincidía con las estaciones del año, los habitantes de Lascaux acuñaron una certeza instintiva que todavía perdura: la idea de que el futuro está escrito en las estrellas. En su lógica, la predictibilidad del regreso periódico de las constelaciones garantizaba que pudieran proyectarse hacia el mañana… y eso les hechizó. Su descubrimiento fue tan revolucionario que lo trasladaron al vientre de la tierra y lo enseñaron a los elegidos bajo la luz de sus escasos fuegos. Lascaux no es, pues, solo el primer planetario de la Historia, sino también nuestra primera bola de cristal. Y la construyeron con arte. Estoy seguro de que si les hubiera tocado en suerte una alineación planetaria como la de estos días también la hubieran pintado.

Javier Sierra es escritor y acaba de publicar «El plan maestro» (Planeta).