Cristina López Schlichting
Abuelo Sediba
Ha aparecido el más cercano antecesor, por ahora, del Homo erectus, nuestro inmediato pariente en el pasado. Un mono-hombre llamado Homo sediba, descubierto en un enterramiento en Suráfrica, que podía trepar a los árboles, pero también caminar, colgarse de las ramas, pero a la vez elaborar herramientas con las manos. Tenía un cráneo pequeño, sin embargo, sus lóbulos cerebrales ya le permitían pensar de forma evolucionada. Hablamos de hace dos millones de años. Es vertiginoso y fascinante que, en algún lugar de África, en un remoto pasado, un mono empezase a pensar, rezar y decir «yo». ¿Por qué nos interesan nuestros orígenes? Porque nos interesa nuestro destino. Si Homo sediba fuera el famoso «eslabón perdido» entre mono y hombre, cabría preguntarse por qué evolucionó. Qué le impulsó a hacerlo. Por qué el ecosistema avanzó hacia lo superior en lugar de retroceder a lo inferior, por ejemplo (porque no había razón en principio para que el homínido se convirtiese en ser humano en lugar de en simio). O, antes que eso, cómo surgió la vida. O cuál fue el principio de la materia. Al final de la cadena está la inquietud de saber de dónde venimos, que es la manera inversa de cuestionarnos adónde vamos. Un punto decisivo que siempre ha preocupado a la humanidad y que está relacionado con el sentido de la existencia, la moral o la felicidad. En definitiva, cuando los antropólogos y arqueólogos bucean en los restos fósiles de unos seres ancestrales que se parecen a nosotros nos ayudan a buscar el significado del yo de cada uno. Y en ese esfuerzo se entrecruzan con científicos, historiadores, filósofos y teólogos en una búsqueda apasionante que todos compartimos.
✕
Accede a tu cuenta para comentar