César Vidal

¿Acaso las deudas no se pagan?

Aparte de no ducharse ni por prescripción facultativa –era conocido como el puerco humano–, aquel amigo mío tenía una peligrosa tendencia a la ensoñación. Cuando falleció su madre viuda y le dejó en herencia un piso interior, pensó que podría vivir sin trabajar el resto de su existencia. Vendió el inmueble y se marchó a un pueblo con su mujer y sus hijos. Calculaba que dado que el Estado le proporcionaría Sanidad, Educación y desayunos gratis sus retoños ya iban aviados y que con el beneficio de la venta podría mantenerse hasta la jubilación. Perdido en elucubraciones, encontró razonable que una entidad crediticia le concediera un préstamo para comprarse una casa en el idílico ambiente rural. Pero los acontecimientos adoptaron un cariz distinto al esperado. En la escuela, comenzaron a dudar –no sin razón– de la capacidad de él y de su esposa para atender debidamente a los niños. El dinero, en lugar de autoparirse, fue gastándose y, enfrentado con la terrible coyuntura de tener que trabajar como cualquier mortal decente, descubrió que sin haber terminado el Bachillerato no podía encontrar un empleo digno de tal nombre. Y entonces, sobre las deudas cotidianas del pan y la leche, emergió la de la hipoteca. Intentó casi todo, pero aparte de descubrir cómo su hijo entraba en un grupo neo-nazi e iniciaban acciones judiciales contra él y otras amarguras cotidianas, lo único que llenaba su vida era la hipoteca que no podía pagar. Pese a que mareó la perdiz removiendo –casi literalmente– Roma con Santiago, lo acabaron desahuciando e incluso tuvo que avenirse a trabajar algo. La historia, real como la vida misma, de este amigo mío guarrete e inmaduro, no constituye, lamentablemente, una excepción. Las deudas hay que saldarlas. En un primer momento, la alegría puede embargarnos pensando que hemos encontrado una inyección de liquidez que nos permite pagar la hipoteca, mercar el automóvil o abonar los despilfarros del nacionalismo catalán. Sin embargo, más pronto que tarde, hay que abonar, con intereses por supuesto, las sumas que percibimos del prestamista. España, como nación, acumuló en el último trimestre una deuda récord en su Historia que ya alcanza el ochenta y ocho por ciento de su –de nuestro– Producto Interior Bruto. Quizá Montoro piense que podrá solventar semejante problema con nuevas subidas de impuestos. Se equivocaría si así fuera. Las deudas se pagan y, llegado el momento, nuestra situación será mejor, como la de aquel amigo que se endeudó lo que no debía.