Francisco Nieva

Aconsejo la emigración

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Pues, sí. Aconsejo la emigración, porque muchos jóvenes vuelven para cambiar y renovar su propio país dentro de sus límites laborales de especialización. Así lo hice yo, nueve años antes de la muerte del dictador. Pido perdón por relatar mi personal experiencia. Como tantos jóvenes, en la misma situación que muchos otros en la actualidad, yo emigré a París, pero tuve la suerte de caer en un ambiente de alta cultura, la Universidad de la Sorbona y el Centro Nacional de Investigaciones Científicas. Y así, trabé personal relación con científicos de alto copete, y con la más decantada vanguardia de la época.

También había conocido a Ionesco, que pronto se convirtió en mi maestro. Ya tenía 37 años y no podía estar más curtido ni más al corriente de las nuevas tendencias escénicas. Por lo cual, en España, tuve trabajo enseguida, pero no sin contrariedades mayúsculas.

Yo hubiera querido militar en Partido Comunista; pero, como Jorge Semprún, había sufrido un desengaño. No tanto de la izquierda en sí, sino de la contaminación estalinista, que todavía se manifestaba en los intelectuales españoles, aislados y centrados en la resistencia local o nacional.

Si bien una elite ilustrada celebraba mis aportaciones técnicas y artísticas, por el contrario, el sector laboral y proletario de la profesión –estancado en la viejas maneras– hubo de consternarme y torturarme mucho más. Me consideraban una loca mundana y esnob. Cosa bien desagradable. Mi existencia se convirtió en un disgusto crónico, debido a aquella inercia ambiental, motivada por los principios regresivos de la dictadura.

Como supuestamente vanguardista, yo era un progresista por fatalidad. Pero el mayor disgusto de aquella mi etapa en España lo preside un hecho que me revelaba la rudeza y desinformación de mis amigos de la izquierda. Cuando Ionesco visitó mi estudio en Madrid se presentaron una pareja de férvidos militantes, que le cubrieron de reproches por su anticomunismo. Ionesco creyó que era una encerrona mía y ellos rompieron la feliz relación con mi maestro. ¡Maldición!

Pero el común de mis desgracias vino de mi lucha a muerte con operarios y tramoyistas, con los encargados de un trabajo que desconocían y rechazaban. La cosa se me puso tan fea que una noche llevé oculto un punzón de grabador para clavárselo en el pecho al jefe técnico –un simple carpintero– de Adolfo Marsillach.

El propio Adolfo –ante la protesta de los actores– tuvo que poner a votación en la compañía si se pintaban o no la cara de gris, como yo reclamaba para la obra «Marat-Sade». En el Teatro María Guerrero, el actor Bódalo –tan apreciado por El Pardo–, protestaba por tener que subir una rampa bien poco pronunciada, una impertinente novedad. Cosa tan nueva para él, que terminó rompiéndose una pierna. Las contrariedades y los desastres se me acumulaban cada día.

Aquello resultaba como un Vía Crucis interminable. Me atrevo a compararlo al de Adolphe Appia, el suizo, con sus nuevas teorías sobre los escenarios corpóreos y la luz dirigida. Me sentía como atrapado en un destino adverso. En tres ocasiones abandoné el teatro, me encerré en el estudio y me metí en la cama, desesperado. No habían pasado 24 horas cuando venían a disculparse y a suplicarme que volviera.

A pesar de lo cual, me desahogaba escribiendo un teatro que no se podía representar –por transgresor y extravagante–, que sólo apreciaban Vicente Aleixandre y sus caros discípulos. Otra fuente de frustraciones. Para los más, yo era un loco pretencioso y engreído: –«Zapatero, a tus zapatos», se me repetía. –«Tú criticas tanto este régimen, porque no puedes estrenar. Adáptate, tu teatro es irrepresentable».

Por lo que no dejaba de pensar. –«He vuelto antes de tiempo, esto ha sido un error». Para muchos que vuelven transformados por otro mundo y por otro clima profesional más avanzado, la reacción de sus compatriotas puede ser la misma, si el país se muestra en parecido retroceso económico y cultural, como en estos momentos lo está. Sólo puede estarlo menos dentro de diez años. ¡Cuidado! Supuso un gran respiro que me salieran contratos en el extranjero y así puede volver a reencontrarme temporalmente con mis iguales.

Recordando tan duros tiempos, mi consejo último a los jóvenes emigrantes, ya formados, no puede ser otro que el siguiente: Que no vuelvan.