José María Marco
Acoso a la Corona
La declaración de la Infanta Cristina ante el juez Castro culmina de una manera lamentable la persecución a la que ha sido sometida la hija del Rey y hermana del Príncipe de Asturias desde que el juez decidiera imputarla. Lo ha hecho en contra de todos los datos plasmados en el sumario, en contra de todo lo mantenido por los peritos y en contra de lo que ha sostenido el fiscal. En todo el procedimiento no ha habido forma de poner en claro ni un solo indicio de conducta delictiva por parte de la Infanta. Hay que concluir, por tanto, que la imputación de la Infanta y su declaración en el juzgado son consecuencia de algo más que del intento de establecer la verdad de los hechos y aclarar responsabilidades. Esto es lo propio de la Justicia. La Justicia, sin embargo, cuenta poco en este asunto.
La Monarquía es al mismo tiempo una institución poderosa y frágil. Y lo es porque la institución de la Corona es difícil de distinguir de la persona que la ostenta y, por extensión, del círculo de lo que llamamos Familia Real. Esto es así en todas partes, incluidos los países que más sólidamente monárquicos parecen, como Gran Bretaña. Es necesario por tanto que el Estado y las instituciones expliquen la naturaleza de la Monarquía, su significado, la idea que la sostiene y su significado político, que en nuestro país es, desde el siglo XIX, la alianza de la España histórica con la nación liberal de los derechos y de los ciudadanos. En España, durante muchos años -casi todos los que viene durando la democracia- se ha preferido rodear a la Corona de silencio y confiar en la lealtad intuitiva de la opinión pública española.
Lo segundo es correcto, sin duda, y resulta evidente que, en contra de la campaña que se ha llevado a cabo, la mayoría de los españoles sigue confiando en la integridad de los que tienen la misión de representarlos. Lo primero es un error, en cambio, porque deja sin instrumentos de defensa a la Corona en una sociedad democrática, en la que, como es natural, la autoridad no acaba nunca de estar ganada definitivamente.
Así que después del silencio de muchos años, estamos ahora en el momento en el que cualquier acusación, incluso la más delirante, es jaleada y paladeada con fruición. Es una reacción un poco infantil, como la de un chiquillo que destroza los juguetes... y cualquier cosa que le dejen destrozar. El sistema democrático, por otra parte, admite pocas alternativas, por muy necesitado de regeneración que se diga que esté. La crítica de la Corona, en cambio, permite visualizar un cambio radical sin poner en cuestión –en apariencia- el régimen parlamentario. Por aquí se cuela todo lo que en nuestro país hay de marginal, de antidemocrático, de antipolítico.
Este poso de la opinión pública española no es muy grande, pero es consistente y poderoso. Tiene detrás una larga tradición de desconfianza hacia la racionalidad política en la que confluyen mentalidades de muy diverso matiz ideológico, desde los herederos casi inconscientes del regeneracionismo hasta una izquierda que nunca ha dejado de lado la querencia antisistema. Esto ayuda a explicar que la imputación y la declaración de la Infanta lleguen a ser consideradas la única forma de demostrar la independencia de la Justicia. También se entiende así que vuelva a salir a la luz la turbia y tradicional democracia frailuna, esa actitud que impulsa a igualar a todos por abajo e invoca el linchamiento como la forma más acabada de hacer justicia. Y así hay que esforzarse por comprender las acusaciones que se han vertido, en medios de comunicación muy respetables, acerca de las relaciones personales de la Infanta Cristina con su marido.
Cuando empiezan a fallar las instituciones, tiende a salir lo peor de nosotros mismos.
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