Manuel Calderón
Adiós, vieja ciudad
Barcelona tiene un problema. Es tal el atractivo que produce su nombre en el mundo, que ha sido invadida por millones de turistas que merodean por todos los rincones, en tal cantidad y colorismo racial que impiden que en muchos lugares de la ciudad se pueda hacer una vida más o menos normal. El turista les ha arrebatado la ciudad. El ejemplo más claro de que estamos ante un caso de acartonamiento urbano es que el mercado de la Boquería, en el corazón de Las Ramblas, empieza a notar en caja que tanto visitante sea favorable al negocio: evidentemente, nadie va a comprar a un lugar donde todos los puestos están abarrotados de curiosos toqueteando el pescado. Solución: pagar una entrada. Lo que para algunos es un problema, para otros es una bendición, así que no es un tema que tenga fácil solución. Por un lado, se podría herir gravemente la economía de la ciudad si el turista siente que no es bien recibido y es tratado como un «guiri» necio y hortera, aunque se esfuerce en demostrarlo; pero, por otro lado, convertir las calles en un simple escaparate acabaría con su alma. El debate viene de lejos: 1992 y la fumigación del lado oscuro de la ciudad. Románticos contra camaleones. Ahora ha vuelto a raíz de la constatación de que Barcelona ha perdido el empuje cultural que le caracterizó en los últimos años del feliz tardofranquismo. Mientras en Madrid la gente esperaba el tranvía vestida con largos abrigos (y miguitas de caspa en los hombros...), Barcelona era la ciudad alegre, confiada y vanguardista. Franco, qué tiempos aquellos... El descubrimiento ha sido demoledor: los grandes equipamientos culturales de la ciudad, aquellas obras del 92, tienen muy poco que ofrecer a los turistas este verano. En parte, porque el dinero se lo ha gastado en levantar el mausoleo dedicado a 1714; en parte, porque el turista pide poco mientras esté fresco; y, sobre todo, porque no hay mucho que contar.
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