Alfonso Ussía
Ajo..
No albergo esperanzas de recibir apoyos a mi teoría respecto al ajo. Para mí, que el ajo ha hecho mucho daño a los españoles. El ajo impidió nuestra inmersión en el Renacimiento, y está científicamente documentado y demostrado. Sucede que he perdido la documentación, la demostración y la conclusión definitiva. Admito, por supuesto, disidencias y opiniones favorables al asqueroso bulbo, príncipe de nuestra gastronomía. Decía Malraux que el primer golpe de aire al llegar a España, era una bofetada de ajo. Hay consumidores de ajo por gusto y también existen los que se han creído que el ajo es muy recomendable para la circulación de la sangre. Pero la dignidad sólo se alcanza cuando la salud pasa a un segundo plano en beneficio de la higiene. El ajo es el mayor enemigo del beso y de la armonía entre dos personas. – Voy a hacerle una oferta muy interesante-; - mañana me la hace, cuando no huela a ajo-.
Me lo contó Antonio Ozores. Rodaba una película dirigida y producida por su hermano Mariano. Una de aquellas películas de los tiempos del destape, siempre ligeras y divertidas, que se rodaban con muy poco dinero y mucho ingenio interpretativo. La actriz principal había leído que el ajo facilitaba la circulación sanguínea, y desayunaba con ajo. Llegaba al plató cantando ajerío que echaba para atrás. Aquella mañana se rodaba una tórrida escena de amor protagonizada por Antonio Ozores y la actriz del ajo, que era guapísima por cierto. Pero Antonio no soportaba sus efluvios. –Mariano, creo que no tiene sentido mi escena de amor. Es más lógico que la interprete Alfredo Landa, que por algo es el protagonista-. Y Mariano aceptó la sugerencia de su hermano, corrigió el guión y le endilgó la escena a Alfredo Landa. Al llegar éste al rodaje y enterado de la faena, resignó su mirada hacia el suelo, abrió los brazos y murmuró: -¡Pero que cabrones sois los dos hermanitos!-. Culpa del ajo.
El reverendo padre Zubeldia, de la parroquia del Antiguo de San Sebastián, sita en la calle Matía, era el más bondadoso, comprensivo con el pecado y amable de los confesores. Pero olía a ajo, y su clientela menguaba precipitadamente. Cuando el párroco, el padre Mendiguren, supo del motivo de la deserción de los penitentes del quiosco del padre Zubeldia, le prohibió ingerir ajo. Ello enfureció al padre Zubeldia, que pasó de ser un caritativo y generoso confesor a convertirse en una fiera corrupia que castigaba con duras penitencias los pecados más veniales. El síndrome de abstinencia del ajo hizo de aquel santo un energúmeno, y dejó de confesar cuando se supo que había sancionado con el rezo de cien rosarios a una mujer de ochenta años que le reconoció haber sido incitada por malos pensamientos. Culpa del ajo.
Visité Moscú por primera vez en tiempos del siniestro Andropov. Era verano. En los planes quinquenales del comunismo, no cabían los desodorantes. Aquel verano, el plan quinquenal consistía en pantalones marrones, camisas blancas y chancletas para los hombres, y faldas grises y blusas azules para las mujeres, también con chancletas. Cuando se abrió la puerta del avión, respiré un aire viciado de berza y sudor. Malraux lo experimentó con el ajo en España, y me sentí cohibido y algo avergonzado.
Y ustedes, mis queridos lectores, se preguntarán por qué escribo de ese bulbo gastronómico que tanto me repugna. Y precisamente hoy, 11 de septiembre. Y no encuentro la respuesta a la pregunta, porque ni yo mismo, que tan hondamente me conozco, alcanzo a comprender mi deleznable elección. Intentaré hallar el motivo.
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