José Luis Alvite
Al fondo de la ratonera (y V)
Yo no sé por qué razón hay mujeres que resultan irresistibles sin ser las mas hermosas, ni las más provocativas. Hay en esas mujeres un carisma determinante, del mismo modo que se da en algunos hombres esa vis cómica que los hace especialmente simpáticos antes incluso de abrir la boca. Sin importar siquiera que lo pretenda, una mujer así puede arrastrarte por su manera de estarse quieta en medio de la gente, o en ese instante de rutina doméstica en la que hace números mientras bate mecánicamente un huevo. Yo conozco a una mujer así y estoy seguro de que en un momento dado haría casi cualquiera cosa que ella me pidiese. Desprende algo misterioso que me atrae y podría someterme, vejarme o destruirme. A lo mejor no se trata de un rasgo de su personalidad que pueda averiguar el psicólogo, sino de un subliminal aroma bioquímico del que sólo pueda averiguar algo su endocrino. No sé si será cierto, pero una fulana me dijo de madrugada en su garito que hay mujeres de apariencia insignificante que en su actitud seductora son capaces de proezas impensables, «como ocurriría si vieses a una hormiga cargada con el peso descomunal de la cabeza de un perro». Yo encajo desde luego en el retrato que hizo al referirse a que hay hombres que se prestan con gusto a ser destruidos por alguien así y ceden a la fatalidad sin rechistar, como un reo que subiese las escaleras del cadalso con su cabeza depositada en un cesto. A veces una mujer así pasa cerca, desprende el vaho anfetamínico de su seducción y lamento que no se detenga y me arruine la vida. Y entonces me quedo decepcionado y pensativo, derrotado por la evidencia de que pasa el tiempo y va a ser difícil que me arrastre a la perdición una de esas mujeres irresistibles en cuyas pestañas se desliza, como una trainera de rimel, la frase impecable de tu epitafio.
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