Martín Prieto
Algo huele a podrido
Antes de las elecciones de 1982 que le llevaron al poder, Felipe González me confesó su desazón ante la inevitabilidad de la entrada en prisión de Jordi Pujol por su presunta actividad directiva en Banca Catalana. Luego en el Gobierno torció el brazo a su fiscal general, Jiménez Villarejo, para que sus hombres de negro desplazados a Cataluña dejaran hacer, dejaran pasar, recurriendo al confortable manto del olvido. El catalanismo in extremis data de décadas y tiene su origen en la sustitución del histórico Tarradellas por CiU, el moderado pujolismo que trepó taimadamente hasta su actual abismo sedicioso, blindándose de toda fechoría con su indispensabilidad como bisagra nacional con unos y con otros. La generación constitucionalista del 78, hoy tan jubilada como vejada, pecó de dejación con Cataluña cubriendo fechorías, desdeñando el creciente despeñadero secesionista y permitiendo prosperar la reconstrucción de la Historia y un diseño de contrainformación que el doctor Goebbels hubiera reclamado para sí. La patética comparecencia de Pujol, entre el sainete y el esperpento, evidencia lo que podría llegar a ser la Cámara de una Cataluña independiente. Con la excepción del PP y Ciutadans, los parlamentarios catalanes se han dejado abroncar como escolares recibiendo tundas de zurriagazos en sus espaldas de parte de un prepotente deponente que daba temblorosos puñetazos de ira. Si Europa es la solución a los problemas españoles, el abigarrado espectáculo de la Asamblea catalana demuestra que el independentismo no ha entendido nada desde Costa al debate entre Laín Entralgo y Calvo Serer, pasando por las querellas entre Américo Castro y Sánchez Albornoz. Ni Vicens Vives hubiera soportado tal bochorno. Con ser mucho el hedor no es lo más grave la fortuna del dinero receptado, sino el quilombo de negros cimarrones representado por la derecha y la izquierda catalanas en vísperas de un intento separatista de juguete. Hay que recurrir a Shakespeare: «Algo huele a podrido en Dinamarca».
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