Elecciones en Estados Unidos
Amanecer sangriento
Pronosticaron su caída, el inevitable desplome, el gran desmoronamiento en cuanto el electorado se dejara de milongas. Creyeron que los medios le pondrían cerco, que sus palabras, llenas de mierda, lo empujarían al fondo del mar matarile, y resultó que flotaba. Un piquete de reporteros, activistas e intelectuales pelaría sus mentiras, sus espantosos modales, su vocación abusiva. Pero el periodismo, grogui, prefiere inmolarse en la televisión, los activistas avanzan miopes y los intelectuales fueron neutralizados a base de proclamar la igualdad de todas las ideas y el reino del tuit. Jamás un déspota, un vendedor de coches usados o un «hooligan» gobernarían la democracia más pura. En el país de George Washington, el mismo que acogió a Albert Einstein, Billy Wilder, Enrico Fermi o Neil Young, no había plaza para un aprendiz de pirómano enfrentado a todos los mandamientos y las leyes. Se equivocaron, claro. Creyeron que el monte era mar, que las trifulcas debates y los panfletos chistes, y al despertar estaban abrazados a un cachalote y no había forma de romper el apretón homicida. Viajamos junto al capitán Ahab, rumbo al abismo. Con su victoria del martes en los estados de la costa Atlántica, cinco y por aclamación, Donald Trump consolida su asalto a la Bastilla, de la que salen por bulerías los espectros a los que aludía Philip Roth cuando fantaseó con la posibilidad de que un filonazi, el aviador Charles Lindbergh, hubiera sido presidente al ganarle las elecciones a Roosevelt. La espeluznante ucronía, que consiste en fantasear con la historia, el siempre sospechoso que hubiera ocurrido si, amenaza con pasar de lo verosímil a lo real y del poema al periódico. Lean, lean el programa de Trump. Sólo con las páginas referidas a México, que detallan sus futuras actuaciones día a día, podrías echarte a llorar. El tipo de prosa y la clase de argumentos que distinguen al sofista profesional. Ese que todo lo arregla y solo rinde cuentas ante el Altísimo. Con su discurso fulero arrastra a amas de casa, obreros y famosos. De su flauta mágica brota un humo tóxico que envenena a millones, felices de colocarse con la promesa de un mundo limpio de contradicciones, casi infantil, en blanco y negro como los crucigramas y los cementerios. Llevamos casi un año fantaseando con que EE UU recuperaría la cordura y descubrimos a deshora que el populismo, igual que los muertos en Transilvania, viaja deprisa. Esto de Trump va cogiendo ya el aspecto de esas bromas siniestras que atrapan a sus víctimas en un manto de quemaduras del que nadie escapa sano. Perderá, fijo, pero su historia queda como boya fluorescente para señalar que más allá viven monstruos. Cuando sus asesores explican que Trump no es el que vemos, que finge y disimula, recuerden que no es el único canalla alardeando de un tactismo justificado por la necesidad de la victoria. Y repugna la complicidad de los votantes con quienes conciben el ruedo democrático como un ring sin otra regla que el ajusticiamiento del adversario, enemigos del pueblo listos para ser empalados a mayor gloria de un amanecer sangriento.
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