Gaspar Rosety
Ancelotti, en su «Txistu»
Desde que llegó a Madrid, ha ofrecido una lección permanente de educación. Carlo Ancelotti sabe dar el enfoque adecuado a cada situación, domina el arte de sortear las dificultades y, aunque ha tenido dudas, en general ha sido el entrenador idóneo para devolver al club y al equipo a un necesario e imprescindible estatus de serenidad que tanto se echaba en falta. El pasado jueves, en compañía del gran Arrigo Sacchi, un técnico por el que siempre sentí profunda admiración, Ancelotti invitó a cenar en el Mesón Txistu a sus compañeros de trabajo. Son aquéllos que nunca salen en los periódicos ni en la televisión, pero acompañan al profesor en su recorrido cotidiano y preparan todo lo que él necesita para llevar a cabo su brillante trabajo. Ya cuando destacaba como mediocampista del legendario Milán de Sacchi, Ancelotti gozaba de la pausa y el recorrido tranquilo para alcanzar su objetivo. Lo recuerdo soltando un disparo mortal que batió a Buyo en la noche maldita del Real Madrid San Siro.
Su cabeza siempre fue prodigiosa. Me produce satisfacción observar, como pude hacer la otra noche en el Txistu, –la casa de Pedro Ábrego y de Pedro y Antolín Murias, de Manolo Jiménez y de Juan Cuenca–, que sigue manteniendo los aspectos formales de la convivencia y el fondo inteligente de su manera de vivir la vida y compartirla con aquéllos que le rodean. El buen clima que reina en sus proximidades tiene un importante mérito del entrenador, capaz de disfrutar con los suyos, arropado por el insuperable paladar que exigen el Txistu, su jamón y sus muchos seguidores. Ha hecho un pequeño milagro para convertir una buena plantilla en el equipo más temido de Europa. Y, para eso, hay que saber.
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