El desafío independentista
Antoni Gaudí
La semana pasada, el concejal Dani Mòdol, responsable de Arquitectura, Paisaje Urbano y Patrimonio del ayuntamiento de Barcelona, se burlaba de la «Sagrada familia» tachándola de «mona de Pascua gigante» y de «gran farsa», comentario que seguía la estela de los debates identitarios, burlones, sacrílegos y estúpidos a los que nos tienen acostumbrados la sectaria Ada Colau y su cohorte de compañeros, familiares y amigos colocados en la gestión municipal, ya bien sea para proponer el derribo de la estatua de Colón, exaltar asesinos anarquistas o eliminar vestigios monárquicos, siempre que estos sean españoles, puesto que según los falsificadores de la historia que explican en TV3, Jaume I no fue un rey, sino el jefe de Estado de la república catalana de Cucurull.
Antoni Gaudí, el genio de Reus, no sufrió la tragedia de la guerra civil por la obviedad de que murió justo diez años antes de su inicio; pero a raíz de la explosión revolucionaria que asoló la Cataluña de Companys de 1936 a 1939, la obra y el legado que rodeaba al ilustre arquitecto modernista sufrió una feroz persecución y destrucción a manos de los que hoy hacen burla de su memoria, y sólo le recuerdan como mártir de la lengua catalana por un incidente que sufrió en 1924. La triste paradoja de una Cataluña socialmente atea y falsamente progresista, que utiliza la figura de Gaudí como acicate antiespañol y que se empeña en desvirtuar el mensaje cristiano y artístico del genio, que, como la máxima ignaciana, se sintetiza con la premisa: «Ad maiorem Dei gloriam». Gaudí, un observador de la naturaleza, atraído por las formas, los colores, la geometría; obsesionado con la búsqueda de la perfección del arte y de la sociedad, devoto de la «Sagrada Familia» y especialmente de San José; enamorado de la liturgia católica, amante de las cosas concretas y fugitivo de lo abstracto; amigo de poetas y mecenas, logró alcanzar una firme vivencia cristiana que mantenía con una intensa espiritualidad, escuchaba misa y comulgaba a diario, ferviente tradicionalista de las ideas, un modernista en el arte, un catalán defensor de su lengua y del ideal hispánico. Gaudí como símbolo cristiano y antítesis a los actuales próceres catalanes de la radicalidad del postureo, de la anormalidad, del feísmo y de la vulgar indecencia, y que manejan cientos de millones de euros mientras juegan a subvertir el orden constitucional. En el verano de 1936 unos revolucionarios, eufemísticamente conocidos como «incontrolados» pero perfectamente dirigidos y motivados, incendiaron la cripta de la «Sagrada Familia», quemaron las Escuelas Provisionales de la Sagrada Familia, asesinaron a los colaboradores de Gaudí y destruyen el obrador; pequeño edificio donde se almacenaban las maquetas, modelos y figuras de yeso, planos y bocetos que el arquitecto reusense realizó de la Sagrada Familia; y que fue la morada donde Gaudí vivió los últimos años de su vida al lado del templo, antes de perder la vida a consecuencia de un atropello por un tranvía en 1926. La «Sagrada Familia» no es ninguna farsa, como pretenden los comisarios de la corrección política populista, sino el modelo de virtudes de todas las familias, y el símbolo universal de Barcelona para orgullo de los catalanes, de todos los españoles y de todos los europeos. Un símbolo de fe, amor, concordia y esperanza.
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