Ángela Vallvey
Areté
La excelencia es la «areté» griega, la posesión de una cualidad «nada común» que se considera adecuada para lograr una meta. También se llama «excelencia» a un gerifalte en cualquier tiempo y lugar. No porque haya pocos mandamases, sino porque mandan (o figuran) mucho, e impresionan todavía más.
En nuestra época, la democratización global se concreta en la rebaja de nivel, en el igualamiento por lo bajo de todos los ámbitos de la sociedad. Incluso algunos de los derechos recién adquiridos (como quien dice) de las mujeres, resulta que se arrastran, en vez de elevarse, para alcanzar a los hombres, para igualarse con ellos, en fatales ocasiones, sobre indignidades varias y burritontadas de todo jaez. La educación –duele tener que repetirlo–, por primera vez en la historia de la humanidad, no sirve para elevar el estatus social ni mejorar la vida de las personas. ¿Para qué vale, pues, educarse hoy día? Esa pregunta se hacen muchos jóvenes, desertores de los libros de texto, que prefieren abandonar sus estudios para intentar conseguir trabajo, o para verlas venir. Igual que en el franquismo se hablaba de los desertores del «arao», ahora tenemos a los desertores de las aulas. Resulta incluso lógico que así sea: ¿qué excelencia se obtiene con la educación?, ¿qué distingue a alguien que se esfuerza, aprende, estudia... de otro que no lo hace? Una licenciatura en Arte Prehistórico, ¿resulta imprescindible para encontrar trabajo de dependienta en una franquicia de pollo frito al peso...? En una sociedad de masas, y global, la excelencia no tiene cabida porque no existe demanda de ella. Porque gobierna la cantidad, no la calidad. Quizás por eso, ya no se promueve la excelencia, no se premia a los excelentes, y es posible que no queden muchas personas excelentes. Aunque de «excelentísimos» andemos más que sobrados.
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