Martín Prieto
Atrapados en la red
Cuando el ferrocarril «hizo» los Estados Unidos uniendo ambas costas, los bandoleros de trenes robaban el dinero y desvalijaban a los pasajeros, pero se cuidaban de hacerse con las sacas del correo, aunque pudieran contener valores, hipotecas, testamentos o pagarés. Hacerlo constituía un doble garantía para la horca. Antes de la red escribí en Baltimore un tarjetón para un amigo en tono humorístico y de doble sentido y mis anfitriones americanos me advirtieron de que todo lo distribuido por el US Mail era delito federal si su contenido era delictivo, ofensivo o conspirativo. Si en EEUU te llaman tonto por carta y lo denuncias a la Policía, es el FBI quien persigue la invectiva y pone al insultador frente a un juez federal por haber hecho del Estado cooperador inocente de una fechoría. Un ciudadano español ha luchado infructuosamente contra Google para evitar una referencia del pleistoceno, y ha tenido que ser la Agencia Nacional de Protección de Datos quien obtenga de Luxemburgo su «derecho al olvido». Igual que aquella ministra creía que el dinero público no era de nadie, los usuarios de las redes sociales suponen que el wifi es del aire y no de los estados, propietarios del espacio radioeléctrico, que tienen obligación de proteger y regular. Los inicios de la comunicación postal o telefónica fueron respetuosos y se consideraban una vileza los anónimos, propios de la chusma. La vulgarización, inmediatez y anonimato de internet han cerrado la red sobre nosotros en un Gran Hermano al revés con el que observamos miserablemente al prójimo. La abyección cometida con el cuerpo presente de Isabel Carrasco se comete cada hora sin necesidad de que medie la muerte. Los salteadores de las redes sociales navegan impunes, y la Policía informática explica las dificultades para identificar a un tuitero; puedes dar con el edificio o puede el canalla operar desde un cibercafé. Hay lamelibranquios que llaman a esto «libertad de expresión».
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