José Luis Alvite
Blues de teléfono
Es cierto que una vez me subí a un taxi y le dije al taxista que me llevase a la estación a tiempo de perder el tren. También es verdad que aquella tarde de noviembre me compré un sombrero por el placer de descubrirme ante la agradable dependienta que me gustó que me lo vendiera, igual que me gasté el dinero en el capricho sentimental de poner en las manos de la chica de la floristería las orquídeas que una mañana compré allí mismo ex profeso para ella. He llenado mi vida de esperanzas absurdas, de gestos inútiles y de promesas incumplidas. Todo un poco absurdo, lo sé, como le ocurría a aquel tipo al que Tonimo Fiore le reprochaba en el Savoy que se gastase cincuenta dólares en falsificar un billete de diez. He tomado siempre cierta distancia respecto de mí y hasta cierto punto he estado siempre dispuesto a ser el personaje menos presente en mi autobiografía, como el perro que sabe que no se habría movido del sitio si no fuese porque le escuecen como espuelas las pulgas que lo cabalgan. Me gustan las mujeres derrotadas, los niños expósitos y los dioses masturbados; esos rostros culposos y fugitivos en los que ladra como una jauría de bisagras el agua de la lluvia; y me fascina desde niño la idea que labrarme una pobreza irredenta que me permita el gesto de dejar en la mano de otro mendigo, como una limosna, el esqueleto ciego de mi propia mano mendicante. Me reconoció de madrugada una fulana en un burdel: «Nunca supe muy bien quién eres, ni creo que deba preguntar. Una madrugada me pediste que le telefonease a Colombia desde el club por Navidad a un hijo que nunca tuve y recuerdo que insististe y que al final con tu dinero descolgué aquel teléfono y llamé. Y ahora sé que al otro lado del mar hay desde entonces en el rostro del silencio alguien que se parece a mí»...
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