Cristina López Schlichting

Borrachos

Nada tienen que ver los viajes de Washington Irving o Lord Byron por España o Grecia con el turismo de masas. Ni el Gran Tour de los europeos ricos del siglo XIX con los traslados de masas en vuelos charter o los programas con pulsera de todo incluido. Pero de ahí a viajar exclusivamente para pillar una melopea, hay un mundo. Es repugnante constatar la metamorfosis de ciertos alemanes o ingleses, impecables en su país, cuando aterrizan en el nuestro. El ciudadano cumplidor y respetuoso viene a España a emborracharse hasta las trancas, saltarse las leyes y vomitar por los rincones; eso, cuando no se tira por los balcones hasta matarse. Hay pieles rosas que revientan con quemaduras de tercer grado después de que sus dueños hayan dormido la merluza en la playa. Existen chicos que crecen soñando que nuestra tierra es un prostíbulo etílico que la mayoría de edad les permitirá visitar. Y viejos que se permiten aquí depravaciones que sus represiones oriundas les vedan en casa. No es sólo que dañen el turismo o la imagen de este país. Es que pareciera que Europa se complace en un envilecimiento social muy deprimente.

Fomentar botellones, concursos de miss o mister camiseta mojada o excursiones etílicas es una forma muy poco original de incitar a la gente a abandonar toda esperanza de que la belleza, el bien, la justicia o la verdad puedan desempeñar un papel regocijante en su vida. Es el final de la civilización. Por favor, que se queden en Brighton o en Frankfurt.