Cataluña
Bucles
El estado de campaña electoral permanente hacia el que ha derivado la política española durante el último año –y lo que queda todavía– alimenta una crisis institucional a la que los dirigentes de los partidos se muestran incapaces de dar una salida. No es que no haya Gobierno; es que ni siquiera existe el acuerdo mínimo sobre el que sustentar una acción de gobierno que pueda responder a los retos políticos relevantes que todos los días asoman en las portadas de los periódicos: la fragmentación electoral, la estabilidad macroeconómica, la ordenación territorial del Estado, la independencia de Cataluña. Todo es enrevesado y las interesantes ideas que se han barajado estos últimos años para reformar el sistema constitucional se tiran al cubo de la basura en aras a mantener la tensión electoralista, pues al fin y al cabo ahora las legislaturas duran sólo los meses imprescindibles para que puedan montarse unas nuevas elecciones.
Los políticos, ensimismados en los bucles que alimentan esa tensión, se van desconectando día a día de los ciudadanos, de sus problemas e intereses, y sólo ocasionalmente logran levantar un rato su audiencia cuando, por casualidad o por cálculo, la actualidad retoma los temas ya viejos de ese tejer y destejer en el que se ha convertido para nosotros la cosa pública. Y no se trata, como en el caso de la esposa del rey de Ítaca, de un acto de fidelidad, sino de todo lo contrario, de esperar a que el sistema reviente por sus costuras mal cosidas para dar una oportunidad a quienes, sin el beneplácito de los electores, quieren ocupar el poder.
Esos bucles son varios, aunque cuatro de ellos destacan sobre los demás. El primero se refiere a la corrupción, un tema éste que, irresuelto por la pachorra con la que los jueces lo tratan, renace periódicamente volviendo a alimentar todas las culpas mutuas entre unos partidos que, aproximadamente, son igual de corruptos entre sí por la sencilla razón de que la corrupción está indisolublemente asociada al ejercicio del poder. El segundo, que tiene expresión trimestral en las estadísticas del INE, apunta a un mercado de trabajo cuya exitosa reforma no quiere ser reconocida por unos sindicatos –y unos partidos de izquierda– a quienes no interesa tanto el bienestar de los asalariados como su propia pervivencia representativa y añoran las instituciones que, a través del Estatuto de los Trabajadores de 1980, nuestra democracia heredó del franquismo. El tercero alude a la intransigencia conceptual que ha impregnado a unas élites políticas cuyo proceso de selección se ha ido pervirtiendo hasta acabar primando los fracasos electorales y que conduce a rechazar automáticamente cualquier propuesta rival, impidiendo así el diálogo racional. Y el cuarto concierne al viejo problema del separatismo que tuvo su expresión extrema en el País Vasco, alimentado por una campaña terrorista de cuatro décadas, y que actualmente alcanza su cénit en Cataluña. Deshacer estos bucles es una tarea urgente que debiera llamar a la mayoría constitucionalista aunque nada permite pensar que vaya a ser así.
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