Alfonso Ussía

«Cabalgata»

La Razón
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De niño abominaba de los payasos y jamás acudí a una Cabalgata de Reyes Magos. Tampoco he asistido a un desfile de moda ni a una conferencia sobre el agujero de la capa de ozono. La Cabalgata de Reyes, aunque se programe desde la más estricta conformidad con lo que pretende, conlleva el riesgo de la pérdida de inocencia de los niños. Y si la Cabalgata se convierte en una sucia «Cagalbata» progre, reivindicativa y sexualmente obsesa, pierde todo contacto con sus fundamentos. Ahora los Reyes Magos Melchor, el de barba blanca. Gaspar el de la barba castaña y el negro Baltasar, puede ser maricas, transexuales y reinas, que nada tengo contra los primeros, los segundos y las terceras, pero el asunto no va por ahí.

La manipulación responde a la necesidad imperiosa de hacer daño a todo aquello que conmemore una fiesta católica profundamente arraigada en España. En Granada, una masiva presencia de gilipollas, ha lamentado la celebración del 525 aniversario de la Toma de Granada por parte de los ejércitos de los Reyes Católicos. Granada, el último bastión del Islam, que en el año 711 se apoderó de lo que no era suyo. A la izquierda radical esa celebración se le antoja perversa, porque entre Alá y Jesucristo, siempre se ubica junto a Alá. El odio contra la paz. Banderas andaluzas con la estrella roja, estrelladas, tricolores y con el arcoiris del orgullo gay, todas ellas portadas por la incultura y la necedad. En 2018 se celebrará el 526 aniversario y todo seguirá igual.

Pero en la Cabalgata, el daño puede ser más profundo. Se manipula a los niños. Se golpean sus paisajes e ilusiones. Un Melchor vestido de saltimbanqui y con los andares de un pato cojo, rompe su secular prestigio. Un Gaspar transexual no termina de ser aceptado, y una reina Baltasara no pasa de ser una agresión gratuíta. El día de Reyes se conmemora la visita que los Magos de Oriente rindieron al Portal de Belén para ofrecer al Niño el oro, el incienso y la mirra. Se trata de un episodio sencillo y sostenido por la fe de los mayores y la inocencia de los pequeños. Una Cabalgata de Reyes no es un desfile de Carnaval. Es una cita previa con la ilusión. Y la ilusión no puede desmoronarse por el resentimiento y la falta de respeto a los niños y sus esperanzas. No tienen los niños la culpa de que a Manuela Carmena, cuando era Manuelita, los Reyes le trajeran carbón, porque ya era peor que un mochuelo de Sarawak, que nada más salir de su huevo, se lía a picotazos con la madre.

No es moderno que un transexual se vista de Rey Mago. Es sucio. Los que programan este tipo de cabalgatas han sufrido de niños. Han tenido envidia de otros niños. Y quieren que los niños de hoy paguen las consecuencias de sus frustraciones. Lo asombroso del caso es que haya padres que llevan a sus hijos a semejantes bazofias. Por otra parte, las «Cagalbatas» de hoy son interminables. Carrozas comerciales, de cadenas de televisiones y radios, de marcas deportivas, de supermercados, de asociaciones de amas de casa, de «Oenegés» gubernativas... y al final, cuando el cansancio y los nervios se disputan a los niños, aparecen los pajes, los dromedarios, el Rey León, Bambi, y tres Reyes republicanos que no hay por donde cojerlos, incluso en Argentina.

Pero la Epifanía seguirá. Y los Reyes Magos, los de verdad, se mantendrán leales a los niños que les escriben sus cartas, y a primeras horas de la mañana del día 6, los nervios, los gritos, las alegrías y las ilusiones alterarán la rutina de millones de hogares españoles. Con o sin cabalgatas y «cagalbatas», la tradición se mantendrá intacta y rejuvenecida.

La infección política no podrá con los Reyes Magos.