Alfonso Ussía
Castellanos
Un gran escritor castellano –y español profundo, como es de suponer–, escribió pocos días atrás en este su periódico, y el mío, que Castilla era el último refugio de la honradez. El amplio espacio de la decencia. Castilla es la discreción, el señorío y la medida. El castellano, lo contrario que al fenicio, ya sea catedrático o labrador, no gusta de abrazar. Es seco. Y huye de las miradas que nada aportan cuando miran. El escritor se llama Abel Hernández, al que me atrevo o volver a invitar a que reúna sus escritos de campo y vida con Castilla de protagonista. Delibes fue castellano hasta en el físico, alto, interminable, seco, conciso y al final de sus días, una larga sombra entristecida. De todo ello nació su prosa, un alarde de conjunción de pensamiento y palabra bien colocada y siempre en su sitio. El castellano no es de tupé, ni de tatuaje, ni de lujos abiertos o pobrezas narradas. El lujo y la pobreza son de su propiedad, y no las exhibe. El campesino castellano es la síntesis de la elegancia cuando, al saludo, responde descubriéndose y llevando con su mano derecha hasta la pierna el sombrero o la boina, sus grandes amigos en los sembrados. Una boina más reducida que la chapela vascongada, y un sombrero de paja amplio y de copa alta que es parte del paisaje en los meses de trabajo bajo el sol de plomo. El castellano es tan reacio al postureo, que un político como Juan Vicente Herrera, que lleva cuatro legislaturas presidiendo Castilla-León, puede pasear tranquilamente por Marbella, Bilbao, Valencia o Barcelona sin que nadie lo reconozca. Ha invertido y entregado muchos años de su vida por los suyos, y ahora anuncia que se va. Ni un escándalo, ni una sospecha de corrupción, ni un mal gesto.
En España, cada día que pasa más azotada por la desconfianza de la honradez de sus políticos y la perversidad de la recuperación del odio por parte de unos pijos sintéticos –que ya han dado muestras de su complacencia con la corrupción–, es muy saludable y conveniente mirarse en Castilla. Para ser votado y elegido por abrumadora mayoría y presidir durante cuatro legislaturas Castilla-León, Juan Vicente Herrera no ha tenido que pasear su cuerpo por los platós de las tertulias de televisión ni someterse al submundo de la popularidad. El castellano le vota, y al cabo de cuatro años, vuelve a hacerlo, sin cruzar palabra con él y sin discutir con nadie. Es tan importante en la España de hoy una figura como la de Juan Vicente Herrera, que sólo llama la atención cuando después de dieciséis años anuncia su retirada de la política. No es «famoso». Cuando le propusieron a Antonio Mingote presidir un jurado de «Miss Málaga», lo hicieron sin ofrecerle ni una peseta. Corrían tiempos de pesetas. No obstante, a los miembros del jurado cuyo presidente era él, les llovieron millones. Me hice pasar por su secretario y llamé a los organizadores para mandarlos a tomar viento fresco. «Ustedes quieren que el prestigio de don Antonio les salga gratis, y a los presididos por don Antonio les ofrecen cantidades fabulosas. ¿Cuál es el motivo de este agravio comparativo?». Y la organizadora de marras me lo dejó muy claro: «Porque don Antonio tiene un gran prestigio, pero no es famoso».
Juan Vicente Herrera en la política no se ha hecho famoso. Simplemente ha sido en cuatro ocasiones votado mayoritariamente por sus paisanos, a los que ha dedicado lo mejor de su vida. Lo han votado porque ha sido honrado, decente, trabajador, eficaz y por no ser famoso. Le deseo, culminada su despedida, un pasar discreto, de buen descanso y merecida gratitud. Se va, callado y en el momento que él ha elegido, el mejor político de España. El que sirve sin servirse y el que enriquece sin enriquecerse. Buena libertad y amplia es Castilla.
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