Paloma Pedrero

Cementerio para trastos

La Razón
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Se han puesto de moda y ya no están a las afueras de la ciudad, están en el mismo centro ocupando grandes espacios que podrían ser viviendas necesarias. Los forran de azul por fuera y rompen la estética de los barrios con el consentimiento del Ayuntamiento. ¿Cómo es posible? Parecen ser lo que son: cárceles para objetos sin sentido; cementerios de cosas. Están abiertos las veinticuatro horas del día con vigilancia incluida. Y sus rentistas sugieren, en publicidades insólitas, que hasta se puede ir a pasar la tarde en el cálido cubículo. Una gran velada te espera en el trastero, una tarde feliz disfrutando de artefactos inválidos. Es verdaderamente perverso. Es el paradigma de un sistema que perdió el norte en un consumismo caníbal y vende tumbas para los trastos inservibles. Compre, siga comprando, claman los mercaderes, acumule cosas en nuestro espacio azul y venga a visitar los domingos a sus muertos materiales. Es obsceno que en ciudades donde miles de personas no tienen techo, donde otros muchos pasan frío y necesidades de todo tipo, se construyan desvanes de lujo para guardar radiadores, mantas, bicicletas, ropa, electrodomésticos... Todo eso que tanto necesitarían vecinos de la zona; que les daría cobijo, calor, alegría. Pero no, se quedarán ahí almacenados en el cementerio de los trastos hasta que mueran sus dueños. Y los hijos tendrán el trabajo de tirar las cosas a la basura. Será una herencia fea e incómoda: la de la avaricia. Me encantaría hacer una gran pintada en esas fachadas de cementerio. Una pintada que rezara algo así: Regale lo que ya no necesite. La vida se lo devolverá con creces. Se lo cambiará por algo mucho mejor. Algo que no necesitará guardar en un trastero.