Cristina López Schlichting
Champú venenoso
De mis años de estudiante en Bonn recuerdo las broncas por mi nula sensibilidad ecológica. Se horrorizaban, por ejemplo, de que hiciese espuma al fregar los cacharros. Mis compañeros no dejaban de pensar que todo aquel lavavajillas iba al mar. Me educó esa forma de vivir, conectada al cosmos: en las instituciones y bancos se usaba papel reciclado; en las basuras se separaban seis cubos (papel, envases, orgánica, pilas, aceites y metales); y la gente tiraba de bici para mantener el medio ambiente sano. Claro que luego la industria alemana siempre hacía de las suyas en el aire y los ríos. Me vine con unos escrúpulos que casi nadie entendía y caí en la cuenta de que nuestra forma española de ser, mucho más individualista, dificulta la ecología. Hay quien tira papeles, pipas o cigarros al suelo y piensa que con ello «crea empleo» en los servicios de limpieza. Quien exige que le cambien todas las toallas del hotel «porque lo estoy pagando». Quien vacía el bote de gel en la ducha «porque me gustan las burbujas». Afortunadamente, estos bárbaros son cada vez menos, pero el verano es el tiempo de los montes llenos de latas y las playas cuajadas de plásticos. Naturalmente, habrá que prescindir del coche cuando la contaminación sea excesiva. O eso, o erradicar los combustibles fósiles e implantar la energía nuclear –mucho más limpia–. Como es evidente que esto último es una batalla política imposible, habrá que seguir tirando a todo trapo del petróleo o el carbón y empezar a retirar automóviles temporalmente. Será molesto, pero tanto más cuanto menos relacionemos nuestro champú, papel o carburante con la lenta muerte del planeta.
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