Alfonso Ussía
Ciudad del abrazo
Los españoles nos tuteamos y abrazamos en exceso. El tuteo a quien apenas se conoce, es ante todo, una falta de educación. Y el abrazo en público, una exagerada muestra de cordialidad. En privado, todos los gestos adquieren su valor e importancia. Nuestros antiguos eran personas medidas y consecuentes. Querían, malquerían, amaban y despreciaban como nosotros, pero no consideraban oportuno demostrarlo. Cuando la Iglesia puso de moda el saludo de la Paz en la Eucaristía, se desencuadernaron muchas dignidades. Mi abuela política, madre de un misionero jesuita, mujer con doce hijos, estricta y aguileña, cuando oía al oficiante la invitación «y ahora hermanos, daos la paz», se hacía la distraída. Y en el caso de ser acosada por un aficionado a estrechar manos de desconocidos, sus palabras no respondían al objeto de la salutación. Sin quitarse los guantes se limitaba a decir. «Viuda de Muguiro, mucho gusto».
La persona que abraza con exageración no acostumbra a ser de fiar. Tampoco es conveniente extralimitarse en la sequedad. Se cuenta – y con sobrados testigos y sufrientes–, de un banquero muy altanero y adusto del tramo final del pasado siglo. Tenía un secretario que traducía a los clientes del banco sus gruñidos. Se especializó en diferenciar sus gruñidos para negar un crédito, para no ampliar el límite de los descuentos de letras e incluso, el breve «grr» con el que anunciaba que haría todo lo posible por atender la solicitud del cliente siempre que éste se comprometiera a garantizar la cantidad requerida con bienes valorados en esa misma cantidad multiplicada por diez. A este extremo no es recomendable llegar porque no es difícil que la gente confunda a un simple antipático con un cabrón con pintas.
Pero mejor este tipo que el sonriente y expresivo abrazador profesional que apuñala por la espalda en cada sonora palmada. Todo gesto que pueda confundir al prójimo, o incomodarlo, tiene que ser suprimido si se realiza en público. Ya me he referido a la tremenda confusión que me produjo una antigua novia de mis veraneos donostiarras, cuando la hallé acunando a un bebé en el Parque del Retiro. Me senté junto a ella, me interesé por su salud y la del niño, y cuando no estaba preparado, inesperadamente, se sacó una teta y procedió a darle de mamar. Aquellos pechos, que en la juventud me animaron a recitar los versos de Alberti «en la batalla erguidos, agitados/ o ya en juego de puro amor, besados/ gráciles corzas»... se presentaban ante mí para ofrecer un agasajo gutural a un infante entrometido y llorón que no valoraba a las que fueron las domingas más deseadas de Ondarreta, y que llevaron a mi amigo Chomin Gabiriguza a pensar seriamente en el suicidio si no las hacía suyas, que no las hizo, y se suicidó, como no podía ser de otra manera en un hombre de palabra.
Hay gentes que ríen abiertamente en el momento de ser presentadas, lo cual me ha llamado siempre la atención. Y grandes expertos en agobiar con abrazos mientras el abrazado se pregunta «¿ y éste, con qué finalidad me abraza si lo acabo de conocer?». Siempre la España desmedida. En los abrazos, en los besos públicos, en las mamandurrias a la vista del prójimo, en los insultos y en las amenazas, que una cosa no quita la otra.
Así, que la nueva Alcaldesa de Madrid nos ha recomendado a los madrileños que hagamos de nuestra Capital «la ciudad del abrazo». La típica tontería de la falsa sensibilidad «progre». Conmigo, que no lo intenten. A partir de ahora, el español cuando abraza es que abraza de verdad. Y quien esto firma, a pesar de todo, cada día que pasa se siente más español.
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