Francisco Nieva

Cómicos entre bastidores

Cómicos entre bastidores
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Me he pasado la vida entre bastidores, y bien puedo asegurar que los actores y actrices –los cómicos– no son gente normal y como todo el mundo.

Loreto Prado, de joven, no tenía ninguna vocación por el teatro, las necesidades económicas de su madre la obligaron a contratarse como actriz, y lo tomó tan a broma que actuaba con un desparpajo desdeñoso e irónico –distanciado–, lo cual terminó siendo su real identidad. Desarrolló como intérprete cómico-dramática un carácter muy singular, que lo mismo hacía reír que llorar, haciendo siempre de sí misma, que era un prodigio de naturalidad. Fue cabeza de compañía con Enrique Chicote, un fornido hastial, campechano y vulgar, que también tiraba del papel con forzado histrionismo y como riéndose de sí mismo. La pareja Loreto-Chicote se convirtió en singular institución mucho antes de que Bertold Brecht formulase su teoría del distanciamiento estético. Loreto y Chicote representaban haciendo que representaban, tal que profesionales y afanosos albañiles del texto, que sugería: «Esto no es una verdad, sino una representación intencionada y didáctica, que nos hace reflexionar sobre su contenido». Y así lo descubrió el público madrileño, que se divertía en grande viéndolos actuar como si bromearan en su casa, la casa del teatro, con un distanciamiento pasional: «Somos histriones al servicio de un pensamiento determinado por el autor, con franca naturalidad y como si se nos ocurriera a nosotros, llevados por la espontánea inspiración».

Esto era lo singular de la extraña pareja de actores por necesidad y para ganarse la vida decentemente. Eran los mismos dentro que fuera del teatro. Como las hermanas Muñoz Sampedro, Matilde, Guadalupe y Mercedes, nerviosas, apasionadas y temperamentales, que hacían reír sin dejar de ser ellas mismas en el escenario y fuera de él. Guadalupe se hizo famosísima protagonizando varias comedias de Jardiel Poncela, interpretando una suerte de dama distinguida, excéntrica, atolondrada y absurda, un gran trasunto de Jardiel.

También Matilde –Mimí Muñoz– se destacó por rara. Todos podemos recordar esa voz en el doblaje de la famosa película ET: «Mi casa, mi casa...». Hacía papeles muy secundarios, por causa de aquella su voz tan singular y, en tiempos, cobraba solo tres pesetas por representación. Una vez le suplicó un director: «Por favor, Mimí, ¿no puedes adoptar una voz más dulce?». «Yo no puedo cambiar. Yo sólo tengo una voz de tres pesetas».

El arrebatado temperamento de Mimí Muñoz sedujo a Vittorio de Sica, con quien mantuvo una larga relación e hizo una película, antes de que aquél se casara con María Mercader, hermana de quien fuera el asesino de Trotsky. Viky Lagos es una hija de Mimí y de Vittorio. Su desbordante carácter se define bien en un hecho circunstancial: Arreglándose precipitadamente antes de asistir a una boda de rumbo, se prendió la mantilla y, a poco rato, dijo sentir un extraño dolor en el pecho: «Mira qué me pasa», le pidió a Guadalupe. «¡Qué bruta! Te pasa que te has prendido la mantilla atravesándote la carne viva con un imperdible».

Las dos eran igual de raras e impredecibles. Graciosas y extravagantes a más no poder. Un día de lluvia fueron a la consulta del médico, discutiendo acaloradamente entre sí. Al llegar, cerraron el paraguas que llevaban para las dos; pero, al decirles que entraran en la sala de espera, creyendo que se marchaban ya, lo abrieron de nuevo y se sentaron discutiendo con el mismo frenesí. - «¿Por qué nos miran tanto aquellos de enfrente? Díganme ustedes, ¿es que tenemos monos en la cara?». «No, señora, es que llevan ustedes diez minutos discutiendo con el paraguas abierto aquí dentro».

Una vez, llegando al teatro, le dijo a José Luis Alonso, el director: «Me he cruzado en la calle con Fulanito, que lleva meses yendo al gimnasio, ¡ y ha estado desenrollando unos fórceps...!». «Se dice desarrollando, y no son fórceps, sino bíceps».

- «Como usted diga, don José Luis».

Los cómicos no son gente normal. Siguen siendo teatro fuera de él. Sus equivocaciones y despistes, como los de aquel actor secundario que representaba a un alabardero, el cual, después de tres golpes de alabarda, tenía que anunciar:«El rey ha muerto», pero se adelantó de escena y ésta no era la del final. Quiso arreglarlo de algún modo y dijo: «El rey ha muerto, pero está mejor».

A Ricardo Calvo se le olvidaron todos los versos del final de su escena. Se limitó a decir: «Guaraví, guaravá, guaraví, guaravá...». Y se fue con un gesto altanero y marchoso, terciándose la capa. Ovación al canto y sólo porque era Ricardo Calvo, del que no se entendió ni jota. Fabuloso choteo entre bastidores: «¡Bravo, Ricardo! Así se actúa para la galería».