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¿Cómo se llega al «lado salvaje»?

Llevo toda la semana leyendo necrológicas de Lou Reed y me he encontrado con cosas realmente extrañas. Celebraba un cantante (un cantautor en realidad): «Un punk puede convertirse en un intelectual», que debe entenderse como un ascenso en el escalafón, es decir, que hasta que Lou Reed no conectó con los gustos de las élites, o éstas con él, era un tipo marginal, drogadicto y destinado a morir en el anonimato de la periferia. Recordemos cómo era la España de 1975, fecha de su primer concierto en nuestro país, o de 1980, cuando lo vi por primera vez, y cuáles eran los gustos de los popes culturales. Entonces Lou Reed era una mala compañía, ya creo que lo fue. En el entierro periodístico de estos días, todos coincidían en situarlo en un indeterminado «lado salvaje» de la vida, pero sin demostrar mucha idea de dónde está ese lugar y, por supuesto, lo que cuesta llegar a él. He conocido a gente que no regresó de ese viaje, creyendo que era un camino de ida y vuelta. Un fin de semana mariposeando en el East Village (como en «Walk on the wild side», creían que todo era «doo, doo, doo...»). No regresaron. Mi querido Lou Reed, que los llamaba desde su cabaña, sí regresó –aunque a estas alturas dudo de que fuese tan lejos como sus contorsiones anfetamínicas hicieron creer–, al punto de que en la madurez se dedicó a hacer yoga y meditación zen. Otros se quedaron en un lavabo público. El lado salvaje de la vida no es un lugar recomendable, o por lo menos donde dejarías ir solos a tus hijos. No sin un guardián que vigile el precipicio. En un concierto en los primeros años setenta, Lou Reed apareció en el escenario con una jeringuilla con la que se inyectó en un brazo. Él dijo luego que no era heroína, que todo era mentira, un juego dentro de un espectáculo, pero para entonces ya era tarde. Muchos, se lo creyeron.