Lucas Haurie

Contra Barenboim

Argentina, donde viajo a menudo, es un país que me fascina no sólo porque allí resida un amigo del alma, regresado a Lomas de Zamora tras la emigración masiva que siguió a la crisis de diciembre de 2001. Quienes me conozcan, además, sabrán que jamás escondí mis simpatías por la causa hebrea, que incluso en la versión más áspera del sionismo se yergue como baluarte contra la regresión de todo el Mediterráneo al medievo teocrático. En el barrio de Palermo, a todos los llegados de la diáspora (polacos, lituanos, húngaros, ucranianos, checos...) los conocen los gentiles como «rusos»; una vez fui convidado a la parrillada dominical de la familia Gaymann, oriundos de Minsk en cuya casa sólo se habla español con marcado acento porteño y se celebra la Navidad: «Somos judíos apostólicos-romanos». Nadie podrá pues achacarme una motivación xenófoba o antisemita, excrecencia intelectual que en la España de hoy une a lo peor de nuestra fauna, es decir, progres y fachas. Escrito haya quedado todo para dejar claro los porqués de la crítica a Daniel Barenboim, judío bonaerense de ancestros huidos del bolchevismo, un genio de la batuta que me hizo pasar una de las veladas más divertidas que recuerdo la noche de San Silvestre de 2008, en el Musikverein de Viena. No necesita, o sea, sangrar al contribuyente andaluz con su orquestilla buenista pero se empeña en hacerlo entre sospechosos excesos laudatorios al firmante de los cheques, llámese Chaves o Griñán. Una actitud pesetera que alimenta los lamentables tópicos que arrostran el extendido rechazo (y lamentable) hacia sus compatriotas y sus correligionarios.