José Antonio Álvarez Gundín

Cuando todo era sólido

Nada importó demasiado mientras había dinero. Así, con esta frase, podría empezar la novela sobre la última década en España, diez años tan alucinados y enfermos de desmesura que desafían el poder del fabulador y los límites de la ficción. Podría haberla escrito Muñoz Molina, ese andaluz de estirpe senequista cuya honestidad intelectual nunca será un estorbo para el estilo ni una sombra para el deslumbramiento. Tal vez lo intentara cuando se sumergió durante semanas en la hemeroteca, pero le salió al paso un caudal tan desbordante de historias inverosímiles y de noticias delirantes que de haberlas novelado habrían perdido su naturaleza fantástica. Por eso prefirió recrearlas fielmente en su último ensayo, «Todo lo que era sólido».

Nada como un periódico del año 2006 o del 2007 para viajar a ese País de Nunca Jamás que era España y que ya Cervantes anticipó en su «Retablo de las maravillas». Un país de simulacros y ficciones, de hambrones metidos a políticos y a padres de patrias inventadas que se rodeaban de parlamentos con maceros y jefes de protocolo, televisiones horteras, pomposos palacios presidenciales con sus cortesanos y sus gabinetes de prensa, sus aeropuertos y hasta sus propios ríos, con tantos coches oficiales que puestos en fila se salían de la autonomía, empresas públicas para colocar a la familia y enchufar a los amigos... Pero también alcaldes y concejales recalificadores que viajaban al Caribe por cuenta de los constructores beneficiados, politicastros reciclados en banqueros que esquilmaron cajas de ahorro, tesoreros infieles, ministros logreros, consejeros saqueadores, golfos en nómina con el dinero de los parados... ¿Una novela con estos personajes? Baste su exacto relato. Pero, mientras la farsa giraba a la vista de todos, ¿dónde estaban los intelectuales insobornables, dónde los vigías «de la cultura» capaces de ver lo que sucedía a 10.000 kilómetros pero ciegos en su propia casa? ¿Dónde los periodistas sagaces? ¿Por qué miraban y no veían, por qué hablaban y no decían, por qué oían pero no escuchaban? Muñoz Molina se hace las mismas preguntas, para sofoco de algún escritor eternamente enojado, y ofrece la respuesta: porque sosteniendo aquella verbena inextinguible se adunaban los silencios y se callaba por conveniencia, por miedo, por pereza y por cinismo; se callaba por militancia o por complicidad, para no ser un aguafiestas y por temor a no parecer moderno o patriota. En realidad, nada importó mientras hubo dinero. Y hoy los culpables avientan sobre la Sanidad y la Educación, pero también sobre la dignidad del ciudadano honrado, las cenizas de un esplendor de hojalata. Cuando todo era sólido, lo cierto es que todo era humo.